Las desventuras de Madame D

♦ Cinco ♦

Pasaron los días, sin que nadie en la redacción me hablara más de lo estrictamente necesario. Bueno, Elisa fue la excepción. Ella fue al otro extremo y empezó a considerarme una especie de diosa guerrera. Mentiría si dijera que no me aproveché de eso para aferrarme a mi única posible compañía en ese lugar.

No podía cruzar palabra con los gemelos sin sentirme de lo peor. Y cuando miraba al único que me había gustado de verdad, me estremecían las escenas borrosas que aparecían en mi mente. Ellos habían puesto distancia conmigo, con el notorio fin de no empeorar el asunto.

Solo un par de veces sorprendí a Sergio observándome, con lo que yo supuse que eran ojos de cachorro herido, en cambio Santiago me trataba como si tuviera la peste. Y así íbamos bien. Hasta una noche, a mediados de aquel mes horrible.

Recuerdo que me volví desde el lobby hacia la oficina a buscar un libro que podía llevarme, para adelantar lo de la rueda zodiacal en casa. Vi que había luz en la de Sergio y traté de bordearla para que no me viera pasar. No pude evitar oír que discutía con alguien en un volumen demasiado alto, cosa rara en él.

 

—¡Tenemos que decirle —gritó—, no es correcto seguir así!

—Con el caos que se armó cuando la vieron huir con la sábana, ¿crees que hay explicación válida? Esto solo va a empeorar las cosas, ya hablamos de esto —contestó alguien—. Deja de insistir, ella está bien ahora, se está adaptando.

 

No debía escuchar, pero voy a excusarme diciendo que las dos voces eran muy claras. Se trataba de los dos hermanos Ledesma. Y estaban hablando de mí. Eso, o era que había mucha gente que huía de ellos llevándose sus sábanas.

 

—No, no está bien —se desesperó la mitad amable de aquel dúo de locos—. Y yo tampoco me siento bien con esto.

—¿Ah, no? —Casi rió el otro—. ¿De quién fue la culpa de todo, en primer lugar?

 

Allí hubo una pausa algo extraña. En un momento me di cuenta de que yo estaba conteniendo la respiración, con tal de sentir cualquier pequeño ruido que indicara lo que estaba ocurriendo del otro lado de esa fina pared.

 

—¿De qué mierda me culpas? —habló por fin el director de arte de la revista—. Se suponía que tú ni siquiera...

—Que yo nada —interrumpió el editor—. Era una fiesta, por una vez podías olvidarte de tus costumbres.

—¡Te había contado lo que haría!

 

Yo solté el aire, espantada. El que estaba hablando de esa forma tan sospechosa no era el frío Santiago. Era Sergio.

 

—¿Y con eso qué? Debiste marcharte cuando...

—¡Estaba muy oscuro y había bebido, carajo! ¡No tenía idea de que tú...!

 

Ambos se quedaron mudos cuando notaron que yo los miraba desde el umbral de la puerta. Mi expresión debió haber sido terrible, porque ellos empalidecieron. Yo acababa de descubrir algo, era obvio en sus caras. Lo que no entendía era qué podía ser peor que lo que ya sabía.

Los dos hermanos Ledesma entraron en modalidad control de daños, casi de inmediato.

 

—Delfina, mira, no sé lo que pienses que has oído —empezó Sergio, con gesto de cansancio—. Ven y siéntate con nosotros.

—No voy a sentarme. No quiero —murmuré, mirándolos con toda la fuerza de la palabrita en la contraseña de Madame D en mi cabeza.

 

Estaban hablando de esa noche. Y no me había gustado nada el tono que habían usado. Era como si compartieran el secreto de un cadáver escondido, en lugar de una simple noche de sexo.

El dueño de la pequeña oficina que estaba enfrente de mi sector hizo caso omiso del ceño fruncido del jefe, se levantó y se me acercó. Tuve el presentimiento de que algo no iba bien.

 

—Ya basta de secretos —expresó, casi aliviado—. Voy a contártelo todo.

 

Retrocedí al pasillo.

 

—No me interesa lo que haya pasado, o cómo haya pasado —dije con brusquedad—. No me acuerdo ni quiero acordarme. Lo que ocurre en la fiesta mensual, allí se queda. ¿No era ésa la única regla?

—Sí, pero no quiero que sea así —concedió él, apoyándose en el umbral de su puerta y con los brazos cruzados. Creí ver en su rostro un destello que había olvidado de esa noche horrible. ¿Era picardía?—. Ya ni siquiera puedo acercarme a ti.

—Como si fuera a dejarte —contesté, sin poder creer lo que estaba escuchando—. Dijiste que podía avisarle a cualquiera de los dos si alguien abusaba de mi buena disposición, eso es lo que voy a hacer ahora.

—¿Qué carajo le dijiste, Sergio? —reaccionó Santiago, acercándose a la puerta.

—Tú, dime la verdad —exigí, concentrando mi atención en el jefe—. ¿Me has dado la sección de Madame D solo por lo que pasó? ¿Crees que es la manera de indemnizarme y evitar repercusiones? ¿O es por la culpa? —La voz se me quebró, estaba a punto de llorar como una niñita, todo estaba volviéndose más confuso—. Porque, si es alguna de esas cosas, no lo quiero. ¡Prefiero seguir llevándoles el café y los cigarrillos a todos, antes que escribir una columna solo porque me acosté con los dueños!




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