Las diez mentiras

1

Si estás perdido no mires arriba, tu camino está hacia delante.

Corro con esmero a través del pueblo, la luna en el cielo iluminando mi camino hacia la iglesia donde vivo con Dios; las luces de los hogares ya extinguidas por la cercanía de la medianoche. El olor a madera inunda mis fosas nasales al inspirar con violencia y me siento ahora más sosegado, en casa. No soy muy amado en el pueblo, de hecho, no soy considerado ni del pueblo, pero sin embargo rezo por sus habitantes cada noche y día, en mis misas solitarias de los domingos y en mis plegarias para los dulces sueños.

Cuando mis ojos dejan de ver casas y se extienden a lo alto de un pequeño valle hallan su panacea al ver los pórticos lejanos y maltrechos de la iglesia. Si sigo con mi carrera abriré las puertas en un cuarto de hora y tendré tiempo de hacer la misa antes de que el Domingo acabe.

Empujo las puertas con el corazón latiéndome en la garganta y el pecho encogido por la congoja. Es la primera vez que estoy tan cerca de defraudar Dios (a una hora y seis minutos, exactamente), pero intento perdonarme a mí mismo diciendo que la ocasión vale el riesgo. Cuando la llamada sonó esta mañana simplemente dejé el vino y el pan y corrí a por el coche, sin pensar en cuantas horas de viaje hasta la ciudad y desde ella me llevaría ir y regresar. Pero da igual, ahora todo está bien. Aunque sutilmente, parece que Dios me guiña un ojo desde el cielo con el parpadeo de las estrellas. Mi señor jamás me da la espalda, pero nunca me da de más; él es justo y comprende que el sufrimiento forja espíritus templados.

Cierro la puerta sintiendo a mis espaldas el frío del lugar, esta mañana olvidé por completo encender las velas.

Mi vista choca en los asientos, tan comúnmente vacíos, y me tapo la boca con las manos para acallar una exclamación de sorpresa.

Casi a medianoche, en una iglesia repudiada por un pueblo de ateos y pecadores, hay un joven sentado entre las filas. Un joven más que devoto parece merecedor de arder con solo pisar la casa de Dios. Pero no me dejo engañar por las apariencias y sacudiendo mis prejuicios fuera de mi mente me acerco a él con cautela.

—Jovencito, ¿Está usted bien? —pregunto preocupado, viendo como tiene los pies, embutidos en botas de cuero, apoyados sobre el respaldo de una de las sillas y la cabeza cayendo hacia atrás en sus hombros, con los ojos cerrados.

El pelirrojo abre los ojos sin sorpresa alguna y siento que su mirada esmeralda se clava hondamente en mi pecho. Algo me oprime y me obliga a dar un paso atrás, como un gesto inercial, pero el aura extraña que me ha impulsado a moverme con miedo se disipa al instante, haciéndome quedar como un tipejo un tanto peculiar.

—¿Bien? —pregunta con ironía, alzando una de sus claras cejas, moviendo el aro de acero que lleva perforándola. Miro curioso esa mutilación después vuelvo a sus ojos, pero me alejo. Me repelen cuando intento examinarlos —Estoy de puta madre. —responde riéndose.

Sus carcajadas rebotan por todas las pareces haciendo crecer un eco inmenso, como si en los muros hubiera un ejército de cómicos. Su voz se adueña del lugar y el espanto lo hace de mi ánimo.

—Por favor, no uses ese vocabulario en la casa de Dios. —ruego acercándome un paso más a él, como si fuera realmente capaz de tapar su boca. Sin embargo, él se levanta con una sonrisa altanera y yo me quedo paralizado.

Es más joven, más bajo y más delgado que yo. Es pequeño como un cordero, pero logra que mi ser entero se hiele a su voluntad. Esos ojos verdes podrían robarme el alma en un segundo, o al menos eso siento cuando trato de mirarlos.

— ¿Puta? ¿Ese es el vocabulario que te molesta? — repite con fingido tono inocente. Plasma en su rostro un visaje casi infantil y durante esos segundos parece un muñeco de porcelana —María Magdalena lo era ¿no? A Jesús le iba detrás una puta. —labios finos estirándose de nuevo en una mueca diabólica; el brillo abismal vuelve a su mirada, como una chispa capaz de quemarme hasta los cimientos.

—¡Eso no es así! —chillo escandalizado. Inmediatamente tapo mi boca como un niño que dice una palabrota y me siento avergonzado por el sonido de mi histeria resonando por el lugar. Él sólo ríe y se adelanta un paso; mis músculos se tensan y no sé por qué —Nunca se especificó, es una confusión. —le reprendo, más calmado —Él sólo la liberó de los siete pecados, pero ella no... no era eso.

El chico solo se encoge de hombros sin borrar su sonrisa y poco después el silencio fluye entre nosotros como una masa sólida de incomodidad. Por primera vez desde que vivo en la iglesia con la divinidad y mi soledad, me siento nervioso. No soy capaz de mirarle a los ojos, pero mi lengua tropieza en mi boca, incapaz de articular frase alguna.

Él simplemente parece divertirse, mirándome de arriba abajo con descaro y apoyándose en los bancos de la iglesia con una pierna cruzada y cadenas tintineantes colgando de su cinturón negro.

Me doy cuenta de que no he respirado desde que él posó sus afilados ojos en mí y tomo una bocanada de aire torpemente, antes de intentar hablar con normalidad.



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En el texto hay: religion, gay homosexuales lgbt, cristianismo

Editado: 20.12.2018

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