Las diez mentiras

8

Sentado sobre la roca me tapo rostro con mis manos. El hace arder mi cabeza y mientras a mi alrededor andan familias felices y vuelan pedazos de papel de regalo, yo solo deseo volverme de cemento y dejar de sentirme así.

Cierro los ojos con vehemencia, apretando los párpados. Quisiera quedarme ciego para no ver más la figura de mármol que me aguarda en la iglesia. Ojos fríos y muertos, no me merezco más que eso.

Toso débilmente y me doy cuenta de que los párpados, aún cerrados, me pesan. No comprendo el porqué, duermo más que vivo, pero el sopor parece perseguirme.

—Vaya ¿Entonces es cierto que los ladrones vuelven a la escena del crimen?

Abro los ojos de golpe y me incorporo tan rápido como me permite mi maltrecho cuerpo. Miro a Lucian nervioso y después miro a los lados, indicándole con el índice en mis labios que no debe ser escandaloso.

Tengo, desde ayer, recurrentes pesadillas y pensamientos en que la policía me esposa para llevarme al calabozo por mis fechorías. Un criminal, soy un criminal. Y si no lo pago con la cárcel, lo haré con el infierno.

Lucian ríe y se acomoda a mi lado; yo estoy sudando a mares por sus simples palabras. Por suerte nadie repara en nosotros y yo puedo destensarme un poco.

—Venga hombre, ni que hubieras matado a alguien; aunque si sigues por este camino…

—Con eso ni bromees, está muy mal. Ni siquiera es gracioso, Lucian. Por favor… —digo exasperado. Debo admitir que últimamente estoy tan irritable que incluso el piar de los pájaros me produce horribles jaquecas y me hunde el día, pero trato de contener mi tono: ahora que Lucian parece más apegado a mí no querría ahuyentarlo.

Durante todo el día siento que tengo ganas de llorar y lo único que me lo impide es que no está su hombro para que pueda hacerlo en él.

—Que me ría no significa que bromee. Los religiosos tenéis esa estúpida manía de creer que todo lo real debe ser serio, que las tragedias se tienen que llorar. Amigo, el mal es invencible, al menos deberíamos reírnos con él.

Me dispongo a objetar que, con tal pensamiento, obviamente no sé puede vencer al mal, pero que la victoria radica en el cambio de actitud; sin embargo, me quedo con la palabra en la boca cuando veo a dos personas tan conocidas como desconocidas para mí, cuyos rostros preocupados hacen del mío uno todavía más consternado.

Ojerosas y algo pálidas, con más peso del que tenían la primera vez que las vi y quién sabe si más o menos alegría que entonces, se encaminan hacia la mesa que ocuparon ayer por la noche de navidad.

Hablan con el camarero, sujetándose fuerte las manos entre ellas y con los rostros contraídos por una mueca de disgusto ácida. Suspiran derrotadas cuando el hombre vuelve, mueve los labios en una corta frase y después niega con la cabeza; se vuelve a su puesto de trabajo, con un aire insensible y dejando a la pareja discutir en el sitio.

Los nervios crispados, los ojos cansados, las bocas gritando y las manos moviéndose con poderosos aspavientos la mitad de los cuales parecen querer señalar la recurrente mesa vacía y el suelo bajo ella.

Un sudor frío recorre mi frente y me apuro a limpiarlo con presteza. Acto seguido me levanto de golpe queriendo huir del lugar a la seguridad de mi iglesia, pero Lucian toma mi muñeca y puja hacia abajo haciéndome flaquear y caer en el acto.

Lo miro nervioso, sus dedos aún enroscados en mi muñeca como una serpiente constriñendo su presa.

—Por favor, debo irme. —suplico en voz baja. Miro de nuevo, sus dedos parecen aflojar el agarre, pero de golpe se burla de mí, volviéndolo más férreo.

¿Cómo este muchacho menudo puede tener tanta fuerza ¿O acaso yo me he debilitado más de lo que creí? Da igual, no es momento de pensar el por qué.

Lo que me interesa es irme de ahí, de una forma u otra. Lo necesito más que el oxígeno, siento que me quedo sin aire.

—Sin prisas, padre. Yo estoy muy bien aquí, quedémonos —su voz resuena de forma demoníaca dentro de su garganta y mi cuerpo entero tiembla causándole una carcajada.

Veo que ambas mujeres se funden en un abrazo reconciliador y contengo la respiración esperando realmente verlas irse por dónde han venido. Y eso hacen.

Una mira de soslayo hacia el paisaje que están dejando atrás y de golpe se detiene. Cortan mi suspiro aliviado, dan pábulo a la carcajada del hilarante monstruo a mi lado y después de hablar de algo que no puedo adivinar, reanudan su marcha; solo que ahora, vienen hacia mí.

Siento la boca pastosa y seca cuando avanzan el tercer paso y las manos heladas y húmedas al cuarto. Cuando alzan la mano levemente para saludarme el estómago se me revuelve y deseo vomitar. La cabeza me da vueltas y deseo desmayarme cuando me saludan con sus voces apagadas.



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En el texto hay: religion, gay homosexuales lgbt, cristianismo

Editado: 20.12.2018

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