Carol pensaba que todo eso era una locura. Sentía que en cualquier momento iba a descompensarse, pero la mirada de Karol —a esas alturas muy asumida— le devolvía la tranquilidad. La abrazaba como quien abraza a un peluche. En este caso era abrazarse a sí misma con la sensación de abrazar a su madre; para ambos lados era lo mismo.
Marcos se había ido a casa. Dejó una nota pegada en el espejo de la casa antes de marcharse a su vida de científico de universidad.
Ya comenzaba a sentirse el peso del día en los hombros de Carol, quien llegó ansiosa de acostarse.
—No recuerdo haber viajado tanto desde la guerra civil de los Emiratos Árabes —comentó Karol con los ojos casi cerrados.
Se sentaron en la cama cansadas, ojerosas, despeinadas, lacias; naturales al fin y al cabo. Estuvieron mirándose durante un rato antes de acostarse abrazadas.
—Nos quedan exactamente treinta minutos —susurró Carol.
—A esta hora le estaba hablando a Javier. He vivido este día dos veces seguidas; quiero dormir.
Karol se durmió entre las caricias y arrumacos de Carol, quien se sentía fuerte al tenerse entre su pecho, sentir su respiración y protegerse. Carol sentía que era a la vez mamá osa y su pequeña cría. Comenzaba a relajarse, a sentir que estaba en el cielo que siempre soñó y a vivir lentamente el momento de relajación. Entreabrió los ojos y encontró a Karol mirándola hacia arriba. La besó y se durmieron.