—¿Sabías qué las células cerebrales se degeneran y se muere provocando la perdida de la memoria y otras funciones, pero hay una manera de evitar su deterioro? —cuestionó Rebecca a su madre mientras iban en el elevador del hospital. Con una ceja arqueada Greta observó no muy contenta a su hija.
—El Doctor West ya no lo había dicho, cariño.
—Sí, lo sé, pero leí un artículo que realizo el Doctor Stephen Strange, con respecto a la posible regeneración de las células en las que...
—¡Becky! —exclamó. Ella le observó—. Ya, por favor —rogó.
Decepcionada Rebecca posó la vista en su abuela. Hoy tocaba la cita con su neurólogo el Doctor Nicodemus West, no era Stephen Strange pero era un buen médico. Las puertas del elevador se abrieron y la familia Keller salió para ir rumbo al consultorio.
La familia esperaba tranquilamente a que llegará el Doctor West. Greta curioseaba en su celular y Becky veía el televisor, donde una playlist de vídeos de los Beatles se reproducía, y en veces, ella apreciaba a la joven asistente acomodando archivos y revisando las próximas consultas. Había pasado una hora y Rebecca, aburrida de esperar, se alzó de la silla y caminó rumbo a la puerta del consultorio, en ello su madre alzó la vista.
—¿A dónde vas? —interrogó con cautela.
—Quiero estirar las piernas —contestó al momento que abría la puerta.
Con una sonrisa maliciosa ella salió del lugar, miró hacía ambos lados del pasillo y el área estaba desértica y cubierta por la serenidad; observó al final del pasillo y notó la enorme ventana de cristal y se acercó. Posó las palmas de sus manos en el cristal y contempló el paisaje de concreto que era su oriunda Nueva York. Mientras se dejaba maravillar, cambió el enfoque de su vista y detrás de ella, a través del cristal, distinguió la imagen borrosa de una persona. Becky giró veloz y quedó sorprendida al no ver a nadie, retomó la vista a la ciudad y volvió a distinguir esa figura borrosa. Dejo de lado la sorpresa para que la curiosidad le invadiera; y, con las yemas de sus dedos, tocó la imagen mezclada en colores rojo y azul. Rebecca se dejó deslumbrar con el momento; aquella figura resultaba ser familiar pero no identificaba de dónde, hasta que, escuchó como una puerta se abría. Se vio obligada a girar su cabeza y miró a la secretaria del consultorio del doctor West. Ella suspiró con amargura, regresó la vista y la imagen se había desvanecido por completo. Cerró sus manos y golpeteó levemente el cristal mientras dejaba de lado la rabia por perder ese excepcional momento, y a su memoria vino el recuerdo del Doctor Stephen Strange.
« ¡Por eso vine al hospital! » pensó.
Se alejó de la ventana y caminó hacía el elevador, llegó, apretó el botón y esperó a que este arribará. Su madre salió del consultorio, le vio correr y fue tras ella.
—¡Rebecca! —llamó.
—Mamá... —suspiró mientras volteaba a verle— ¿Qué pasa?
—No —respondió veloz—. Regresa al consultorio.
—Ni siquiera sabes a donde voy.
—Quieres ir a buscar a ese Doctor... —se detuvo y chasqueó los dedos—. ¿Doctor Stanford?
—Strange —corrigió molesta—. Doctor Stephen Strange.
—Ese tipo.
—Él también es neurólogo. Pero no voy a buscarlo —mintió.
—¿Y para qué demonios esperas el elevador?
—Ah... Voy al baño.
Greta miró desganada a su hija.
—Regresa al consultorio.
—¡Qué no! —Exclamó con tristeza—. Déjame bus... —se detuvo. Mordió su labio inferior con ansiedad y miró a su madre— Solo déjame.
—No —interrumpió—. Cuando tuviste tu accidente apenas y tuvimos suerte de que él te operara, y ahora, dudo que quiera ver a mamá. Ese Doctor tiene un horrible carácter.
—Sí, pero él me salvo y puede salvar a la abuela.
—Regresa al consultorio —ordenó. Becky observó a su madre mientras sus ojos se cristalizaban. Ambas se retaban con sus miradas y las puertas del elevador se abrieron, no había nadie dentro y esperó a ser ocupado—. Rebecca...
—No tardaré... —soltó con un nudo formándose en su garganta y se adentró al elevador.
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Al otro lado de la ciudad, en el aeropuerto internacional, una hermosa mujer con cabellera castaña oscura; ojos azules y una radiante sonrisa, se deleitaba con la vista neoyorquina. Hacía años que no veía su amada Nueva York y había cambiado tanto, como ella misma lo había hecho. Dio un gran respiro, exhaló y miró hacía la calle en búsqueda de su nuevo destino.
—¡Taxi! —exclamó con inmensa alegría.
Uno de los vehículos se detuvo y ella se adentró.
—Bienvenida a Nueva York, señorita —saludó jovial el taxista.
—Muchas gracias —respondió con la misma actitud.
—¿A dónde le llevo?
—Al Metro-Hospital, por favor.
—Primer día en Nueva York, ¿y a esas malas vibras va?
Ella ensanchó su sonrisa.
—Gracias a Dios, no voy a ningún mal evento. Solo iré a visitar un amigo.
—¿Un amigo muy importante para usted? —cuestionó sin pena alguna.
—Así es, un amigo muy especial para mí —dijo mientras retomaba la vista a la bella Nueva York.
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Becky viajaba sola en el elevador y sus recuerdos sobre del Doctor Strange habían surgido.
La última vez que se armó de valor a buscarlo había sido hacía más de año y medio, y no había logrado nada, ni siquiera había logrado entrar a su consultorio. Ahora que estaba de vuelta en el hospital, se animó hacer su búsqueda y hablar directamente con él. El elevador paró y las puertas se abrieron para darle la bienvenida en la sala de emergencias, Becky salió del ahí y se dispuso a caminar. La joven trató de no posar su mirada en la gente, la mayoría con heridas en niveles medianos y altos de gravedad. Si mostraba un gramo de curiosidad, la gente pensaría que ella era una entrometida, así que, se mantuvo firme y sin ser tentada por aquella curiosidad. Llegó a recepción, miró a las atareadas recepcionistas y se acercó.