Christine asistía al adolorido de Stephen Strange quien, desde que había dejado la habitación, no había parado de balbucear en tono amargo. La Doctora jamás comprendió que tanto decía, pero estaba segura de que toda esa palabrería hacía alusión a aquella jovencita.
—Tal vez, regreso a su casa —habló Christine. Strange le miró de reojo.
—No la conoces.
La Doctora Palmer suspiró.
—¿Estás seguro de que traías ese anillo contigo?
—Así llegamos aquí —soltó molesto.
—Bueno, tal vez...
—Ya no la justifiques, Christine —interrumpió—. Fue al santuario, fue a exponerse a un peligro que ella desconoce, pero cuando la vea... —un gruñido surgió, detuvo su caminar y llevó su mano libre a su pecho; el dolor se había intensificado.
—Necesitas reposar —advirtió su compañera.
—Necesito ir por ella —rectificó—. Christine —continuó mientras le observaba, la Doctora quedó asombrada al ver una fidedigna preocupación en su rostro—, de verdad, necesito ir.
Ella afirmó suavemente, colocó una de sus manos en el pecho de Strange y continuó guiando su camino hacia la salida. Mientras Strange parecía recuperar la normalidad de su caminar, su capa de levitación, sin aviso alguno, se alejó de sus hombros y se detuvo por unos momentos. Ambos se detuvieron y le vieron desconcertados, después esta se fue hacía uno de los pasillos del hospital.
—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Christine sorprendida.
—Hay que seguirla... —dijo, alzando su mano— Vamos.
Ambos dieron la media vuelta y siguieron a la desesperada capa.
La fiel vestimenta se detuvo en frente de una puerta familiar para ambos médicos. La capa parecía ansiosa y mientras ambos se acercaban, Strange percibió un sonido familiar. Trató de alejarse del agarre de su compañera y seguir su camino, sin embargo, le fue un poco difícil. Aquella capa se volteó para observarles y Strange percibió un rastro de magia.
—Por aquí fue donde entraron, ¿no?
—Si, aquí fue.
La capa volvió a los hombros de su amo y este, soltándose con delicadeza de su amiga, tomó la perilla y abrió la puerta descubriendo, casi horrorizado, un portal hacía la estancia del santuario. Christine observó de la misma manera que Strange, aunque el motivo de su sentir era diferente.
—¿Tu dejaste esto? —cuestionó mientras le volteaba a ver.
—No... —soltó en un hilo de voz, mientras daba ligeros pasos.
—Entonces, ¿lo hizo ella?
Strange no lucía en sus cinco sentidos, seguía despavorido por lo que tenía enfrente. Rebecca había creado un portal sin tener conocimientos en las artes místicas y las palabras, que en algún momento Wong le mencionó, resonaron en su mente. Ella tenía un potencial para la magia, pero él se negó a verlo. Se prohibió a creer en que una chica cualquiera podría ser una aprendiz de su sagrado arte. Tal como Ancestral lo había hecho con él.
—¿Stephen? —escuchó. Parpadeó rápido y miró a su excolega.
—No tengo idea —mencionó, tratando de ocultar su miedo—. Christine, necesito que vigiles este portal.
—¿Perdón?
—Regresaré a Rebecca aquí contigo y terminaré lo que empecé.
—Stephen, no estoy segura de que puedas hacer...
—Tengo que hacerlo —interrumpió. Volvió a dar una media vuelta, caminó hacía el portal y dio los últimos pasos para estar en la estancia de su apreciado santuario. Strange se giró y, con una intranquilidad en su mirada, vio a Christine—. No tardaré.
Stephen Strange le dio la espalda y caminó en busca de aquella joven, mientras Christine observaba con miedo al destino que ambos se habían abrazado.
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Al escuchar las palabras de Kaecilius y ver la placentera y cínica sonrisa en el rostro de Morgana Bleesing, Becky se echó a correr hacía la planta baja. La mujer dio una fugaz mirada al hombre y, tranquila, fue en búsqueda de esa pequeña quien sería un sacrificio fácil de realizar.
Rebecca bajó de un brinco los escalones; en ningún momento soltó la vara y observaba sobre su hombro por si aquella loca venía detrás de ella. Sin ninguna señal, Becky buscó refugio en una de las habitaciones del santuario, donde una gran cantidad de libreros reposaban. Se escondió en un pasillo al final y percibió el latido de su corazón atorado en su garganta, llevó su mano ahí y la apretó ligeramente, tratando de controlar el pánico que se había elevado. Al percibir un ritmo algo ligero, Becky colocó ambas manos sobre la vara y tragó duramente; el silencio era lúgubre en donde se encontraba y, sin medir las consecuencias de sus actos, asomó la mirada entre los libreros que le protegían.
No había indicios fuera de sí, el santuario era un sitio enorme y era muy probable que ella tardase en encontrarle. Becky volvió acomodarse, cerró los ojos y respiró profundo. Ante ese momento de relajación, una mano atravesó los libros sorprendiendo horriblemente a la joven. Aquella mano la tomó del cuello y la apegó al librero; Becky soltó una de sus manos y la llevó hacía quien trataba de quitarle la vida. Concebía la falta de aire y desesperada buscó golpear a Morgana con la vara que llevaba en mano, atravesando parte de los libros que yacían bajo sus pies.
La joven logró golpear a la mujer en la espinilla de una pierna y, ante su grito de dolor, esta le soltó y Becky anduvo a correr. Morgana se había hincado ante el dolor provocado, sin embargo, no iba a dejarse ante una niña cualquiera; la observó como corría hacia la salida de la estancia, alzó sus manos e invocó las armas provenientes de la dimensión oscura. Rebecca casi lograba salir del lugar cuando, justo a su lado, una de estas armas; transparente y filosa, quedó atorada en la pared.
—¡Maldición! —exclamó aterrada.
La risa de Morgana cubrió el lugar y ella le miró.
—No escaparas tan fácilmente —mencionó mientras se alzaba y una nueva cuchilla se formaba entre sus manos—. Para concluir la llegada de Dormammu a la tierra, se necesita un sacrificio.