Strange observaba a la entrada del centro de rehabilitación en donde alguna vez llevó tratamiento. Abrió y cerró sus manos en lo que un escalofrío danzaba en su cuerpo. Los recuerdos de aquellos días alcanzaron su mente, y atemorizado, sacudió su cabeza, tratando de abandonar esa sensación. Dio los primeros pasos y cruzó la entrada principal para llegar a la recepción, donde un par de enfermeros se mostraron con una peculiar actitud.
—Buenos días —saludó la señorita y regresó a ver a su compañero.
—Buen día. Vine a visitar a un paciente.
—¿A quién busca? —continuó el muchacho, un tanto entrometido, y quitándole la tapa a su vaso de café.
—Jonathan Pangborn.
El enfermero ni siquiera bebió, ambos se echaron un vistazo y ella revisó su agenda.
—Pangborn... —susurró—. Habitación 306.
—Sígame —pidió y Stephen, confundido por el actuar de ellos, obedeció.
El recorrido fue silencioso y de vuelta el Doctor trajo a su memoria esos días en los que él recorría estos pasillos y maldecía lo que le había sucedido. Sin darse cuenta del tiempo en el que pasó, el enfermero se detuvo y Strange fijó su vista a la habitación.
—306 —mencionó, forjando una plana línea en sus labios.
—Cuanta emoción —soltó sarcástico el hechicero.
El enfermero suspiró agotado, al igual que triste ante el comentario, llevó las manos a los bolsillos de su uniforme y miró a su acompañante.
—Casi nadie visita a los residentes; desmotiva ver como se desconectan de sus familiares, debido a alguna enfermedad o accidente. El señor Pangborn no es una excepción; nos sorprende que venga a verlo.
Strange suspiró a la par que asentía, cuando él pasó por este sitio jamás estuvo solo, y al final, se encargó de abrigarse en un terrible aislamiento.
—Entiendo...
—Perdone mi indiscreción, pero ¿es usted un familiar?
—Un conocido.
—Algo es algo, ¿no?
—Creo que sí.
El chico apretó sus labios y se aproximó a la puerta, tocó y cambiando su semblante se adentró.
—¡Buenos días, señor Pangborn! —exclamó—. Hoy tiene una visita.
—¿Visita? —preguntó con una adolorida voz. Strange cerró sus ojos y tragó saliva.
—Así es, dice ser un conocido suyo.
Él dejó escapar una burlesca risa, el joven giró sobre sus talones para ir por su visitante y notó que daba los primeros pasos a la habitación. La figura de Stephen Strange se hizo presente y descubrió a un inmóvil Pangborn, con sus manos volteadas y entumecidas, mientras que sus brazos parecían pegados a su delgado cuerpo. Por un momento, Jonathan frunció su ceño y dejó escapar una ligera carcajada.
—Vaya... eres la última persona que imaginé que me visitaría.
—Gusto en verte.
El débil hombre miró al enfermero y con un cerrar de sus párpados le pidió que se retirara. Strange sintió un piquete de pena por su condición, había leído su expediente tiempo atrás y sabía que no era curable, más aún, difícil de sobrellevar.
—Ahórrate la lástima —dijo, mirándole de pies a cabeza. El Doctor se sorprendió—. ¡Sí que has cambiado! Cuando fuiste a buscarme eras un completo desastre.
—Sí... creo que lo sigo siendo —dejó su abrigo al borde de la cama y alzó sus manos con el fin de enseñarle que estas no detenían su temblar, aunque esas cicatrices ahora eran malos recuerdos.
—Pues a comparación mía, te ves bastante bien. —Stephen enseñó una media sonrisa y bajó sus brazos—. Escuché sobre tu progreso en Kamar-Taj... ¿Ahora eres quien lleva el manto de Ancestral?
—No exactamente.
—Pues no lo parece —soltó junto a una adolorida mueca. Strange bajó la mirada y sintió pena por él—. No tienes que hacerlo —mencionó débil.
—Yo... lo sé, es solo que...
—No es tu culpa. Fue de él —confesó con voz gélida.
—Mordo.
—Sí. Por eso estás aquí, ¿verdad? Quieres platicar sobre lo que me hizo.
Strange respiró profundo y luego exhaló, viéndole a los ojos.
—Si no lo deseas, lo entenderé.
La expresión de Pangborn delataba el dolor, la rabia y frustración por lo sucedido. Sus labios temblaban con ligereza, pareciendo que quería conversarlo y a su vez no. Stephen comprendía ese sentimiento, y si bien, la condición de ambos difería, sabía lo que era sentirse como si de un inútil se tratara.
—Era mi don —habló, la ira lo tenía dominado—. Yo no acepté el camino que ustedes tomaron; era mucho para mí. No hacía ningún mal a nadie, solo me beneficiaba a mí. Evitaba mi condición, y, ¿sabes que fue lo que ese bastardo me hizo?
—Te arrebató tu magia —respondió.
—¡Sí! Iba a enfrentarlo, iba a defender lo mío... y me lo quitó.
—Pangborn quiero que sepas que eres un afortunado.
—¡¿Afortunado?! —cuestionó burlón.
Strange asintió.
—Mordo ha comenzado un exterminio de hechiceros, no importa que tan avanzada o simple empleen la magia, cualquiera que la posee está sucumbiendo frente a sus manos. Tú fuiste el primero en su lista. Él eligió dejarte vivir, por alguna razón lo hizo y necesito entenderla.
La respiración de Jonathan se aceleró y el dolor en su cuerpo se intensificaba junto al escapar de sus lágrimas. Concibiendo las gotas resbalar por sus mejillas, trató de controlarse y se armó de valor fijando sus ojos en Strange.
—Él me dejó vivir porque quería que vieran como la magia era profanada por nosotros. —Frente a lo dicho, el asombro cubrió a su visitante—. Yo me convertí en un mensaje para todos... y en especial para ti.
—¿Un mensaje? —cuestionó abrumado.
—Sí... ¿Y quieres saber qué fue lo último que me dijo? —soltó con una falsa risa y él asintió—. Que éramos demasiados hechiceros.
Stephen Strange se vio envuelto en una inusual confusión, al igual que un espantoso horror. Trató de asemejar cada letra y vio al lánguido hombre, comprendiendo las palabras que le fueron mencionadas: no era un mísero mensaje, era una temible advertencia hacia él y los suyos.