Las Flores Que Me Diste

ONCE

Está sería nuestra última tarde en Huatulco. Habíamos pasado algunos días aquí y tal vez ni eran gran cosa para Ángel, pero confieso que estos días se convirtieron en una eternidad dentro de mi corazón. ¿Cómo podría escribir esto en un libro? ¿Se puede resumir en palabras lo que muchas emociones fueron en un momento?  

Iríamos a cenar a un lugar del centro de La Crucecita. Me había puesto un conjunto cómodo y fresco. ¡De noche también hacía calor! Después de la cena caminamos por el zócalo. Había mucha gente que caminaba, miraba y regalaba de su tiempo a un chico que estaba bailando. Este chico estaba dando un show de baile y me sorprendió cuando él se acercó a mí. Me invitó a bailar, estaba sonando una cumbia, el ritmo me hizo pensar en mi pasado y en mi querido Víctor. Ángel me miraba sonriente y Claudia se emocionaba por mí. Después de todo me gustaba bailar, pero no me gustaba ser maestra de bailé.  

El muchacho me tomó de las manos, su sonrisa en el rostro me hizo sentir tranquila.  

—¿Cuántos años tienes? —Le pregunté con curiosidad. 

—Veintiuno, casi veintidós.  

Sonreí. Aunque la gente nos miraba, él y yo estábamos concentrados en una pequeña plática. Empecé a buscar su rostro entre mis recuerdos del pasado, porque sin querer algo de él me resultaba familiar. 

—¡Órales! Yo tengo dieciocho. 

—¿De dónde es usted? —su manera tan educada de hablar, me hizo sentir cómoda. 

—De Puebla. ¿Tú eres de aquí? 

Pareció emocionarse por mi respuesta.  

—También soy de Puebla. ¿Le gusta por aquí? 

—Es un lugar bonito. La verdad que nunca había venido al mar o a la playa. ¿Tú qué haces por aquí? 

Una sonrisa apareció en su rostro. 

—¡En el mar, la vida es más sabrosa! 

Su respuesta era muy buena, no pude evitar sonreír.  

Estos días habían sido tan gratos y, lo más padre es que nunca lo planee, solo se dio. La cumbia se llamaba Mitla, era de Los De Akino y cuando era niña solía bailarla con mi hermanito pequeño. ¡Pa´que veas que la cumbia si te la se bailar bien chido! 

—Supongo que sí. Yo me he sentido muy bien por aquí. 

—¿Vino con su familia, señorita? 

Este chico parecía tener muchas preguntas. ¿Eran malas sus intenciones? ¡Para nada! Como bien dije, era probable que también me estuviera buscando entre sus recuerdos porque su mirada era de inspección. 

—No. Yo no tengo familia. Vine con unos amigos. 

—¿No tienes familia? 

Negué con la cabeza. La gente nos estaba mirando y el baile era algo agradable. 

—No. No tengo familia. ¿Y tú? 

Sentí que mi voz ocultaba un hilo de nostalgia. Oculte mi nostalgia ante él. 

—Yo tampoco tengo familia. 

Su respuesta me sorprendió. Mis recuerdos comenzaban a unirse. 

—¿No tienes familia? 

—Hui de casa cuando tenía dieciséis. 

—¿Te encuentras solo? 

—No. Uno de mis hermanos está por allá poniendo la música. 

Me hizo un ademán con su mirada, me gire a mirar al chico que estaba junto a la bocina.  

—Así que tú vienes a bailar al zócalo y haces un show para los turistas. 

—Sí. Vivimos de las propinas que nos dan los turistas. 

Algo de lo que él dijo me causo curiosidad. Su estatura era promedio, un poco fornido y de piel morena, más morena que el tono mío. Su hermano tenía un gran parecido y ese parecido se me hacía cercano. 

—¿No extrañas a tu familia? —le pregunté. 

Apretó sus labios. 

—No. Bueno, no del todo. Papá era un hombre borracho y golpeaba a mi mamá hasta dejarla casi desmayada. ¡No extraño nada de eso! 

Yo tampoco extrañaba a mi papá, pero no podía negar que una parte de mí sentía curiosidad por saber de mi madre y de mi hermanito. ¿Estarían bien? A veces solía hacerme esa pregunta.  

—Resulta que mi papá también hacía lo mismo con mi mamá. Puedo entenderte. ¡Tampoco lo extraño!  

Su mirada reflejaba un poco de sorpresa y más curiosidad.  

—Supongo que mi hermano y yo ahora somos felices. Usted también. ¿No? 

La música termino. Nos quedamos de pie en medio de tanta gente. 

—Mi nombre es Karol. ¿Cuál es tu nombre? 

Cuando escuchó mi nombre sus ojos se abrieron como platos. 

—Me llamo Alán. 

Fue en ese instante cuando los recuerdos de mi niñez volvieron a mí.  ¡Lo recordaba perfectamente y eso no podía ocultarlo! 

 

*** 

 

—¿Cuál es el recuerdo más bonito de tu infancia? —le pregunté a Ángel. 

Estábamos acostados en la cama, con el aire acondicionado a toda potencia. Mirábamos el techo de la habitación. La luz estaba apagada.  

No respondió enseguida, parecía buscar entre sus recuerdos. 

—¡No lo sé! Es que siento que mi infancia fue muy buena. 

Había olvidado que él era un buen chico porqué su familia era buena. Obviamente que sus recuerdos eran de oro y los míos de lodo, éramos muy diferentes. Mientras él reía y saltaba a los brazos de sus padres, yo lloraba y me escondía del maltrato de mi padre.  

—Eso es bueno. Que bien que tu niñez fue agradable. 

Había puesto un poco de música. 

—¿Y tú? ¿Cuál es el recuerdo más bonito de tu infancia? 

¿Tenía buenos recuerdos? Supongo que sí. Empecé a recordar, traté de hacer memoria entre tantas cosas negativas y feas. 

—Recuerdo que una vez papá tuvo que salir de viaje. Mis hermanos y yo fuimos al bosque a recolectar hongos. 

—¿Hongos? 

—Sí. Hongos silvestres. Mamá los solía preparar en quesadillas —hice una pausa—. Bueno. Pues resulta que estábamos los cuatro niños en medió del bosque, los brazos nos picaban y los mosquitos eran un poco insoportables. Yo cargaba una canasta, mi hermano menor me tomaba de la mano y mis hermanos mayores se encargaban de buscar los hongos. La canasta aún no se llenaba, ya habíamos hecho un gran recorrido cuando pasamos cerca de un tronco que estaba tirado en el suelo. ¡No inventes! Ese pedazo de madera tenía muchos hongos en la corteza y era obvio, porque era madera de cazahuate. No tardamos ni cinco minutos cuando mi canasta se llenó por completo. ¡Lo habíamos logrado! Teníamos que regresar a casa, mis hermanos arrastraban algunas ramas de leña y mi bebé venia junto a mí. Estar en el bosque era una sensación tan agradable, cómo una oportunidad de olvidar todo lo malo que pasaba en casa. ¡Me sentía como en otro mundo! Para no hacerte tan larga la historia, el punto es que sin querer vi una madriguera de un conejo. —¡Miren! —Les dije a mis hermanos. Ya te imaginaras, así toda bien emocionada me puse. Entonces todos fuimos a ver la dichosa madriguera. Nuestra sorpresa fue grande cuando vimos a un conejo hembra abrazando a sus conejitos. Eran de color blanco, pequeños y ella los protegía de nosotros. No nos tuvo miedo, solo nos miraba y ya. El papá conejo hizo su aparición como muestra de que ellos no estaban desprotegidos.  Aquella escena natural me hizo creer en la posibilidad de que algún día mi familia podría ser como la de los conejos. Unida, cálida y agradable. Ver a esos conejos en familia me hizo creer que papá algún día podría cambiar. ¡Nunca he podido olvidar aquel recuerdo! No sé. Me hizo sentir muchas emociones y si, la verdad es que me ilusione un poco. Fue bonito imaginar que podría tener una familia como la de los conejitos.  




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