Oakville, Ontario, Canadá
Noviembre 27, 2014
Mack Ochiagha
—Las pericias son claras, señoría —alegó el abogado. Sentía su duro y juzgante escrutinio sobre mí—. El incendio comenzó en la habitación de la acusada. El acelerante bajo su cama, los restos de ceniza junto a la botella y la caja de cerillos apuntan que quien inició el incendio fue la señorita Ochiagha.
Murmullos se alzaron tras su palabra, entre ellos podía oír como me señalaban y acusaban de un crimen que jamás en la vida habría tenido el valor de cometer. Se trataba de mi familia, ¿cómo podía intentar arremeter contra ellos si eran mi vida?
—¿Algo por agregar abogada? —inquirió el juez.
Su insensible voz acalló a los presentes tras mi espalda.
—Sí —replicó mi defensora, la única que creía en mi palabra—. Mi testigo asumió la responsabilidad sobre los objetos hallados durante la indagación policial, pero en sus manos no se hallaron restos de ningún compuesto químico que la incrimine de haber utilizado el acelerante bajo su cama —explicó y quise llorar.
Mamá me había entregado la lata de acelerante porque temía que Lorna o Hernán la encontraran y se lastimaran. Ella me pidió que la ocultara y en ese momento no pensé en nada mejor que esconderla tras mi cama, esa cosa se hallaba detrás de mi cama, no debajo.
—Señoría, si me permite, solicito sumar los resultados de las evaluaciones psicológicas a mi cliente como fundamento y justificación hacia su estado mental —continuó ella.
—Acérquese —invitó el juez. Lo siguiente que oí a través del silencio fueron los tacones de Eva aproximándose al estrado—. ¿Qué significa esto abogada? —inquirió con tono extrañado.
—Allí muestra que mi cliente presenta secuelas a raíz de lo sucedido, no antes —señaló mi defensora, su voz se oía levemente lejos—. Esos resultados muestran que la señorita Ochiagha es… —intentó añadir, mas el hombre sentado a unos metros del sitio donde me encontraba privada de toda libertad la irrumpió con exabrupto.
—Objeción —exclamó el abogado.
—¿Con qué base? —cuestionó el juez.
—Las parciales que los peritos pudieron hallar en los restos del recipiente del acelerante —contestó. De refilón pude visualizarlo abrochándose los botones de un costoso saco gris.
Mis muñecas dolían por culpa del frío metal alrededor de ellas. Mis ojos ardían y la angustia de saber que nunca más podría regresar junto a ellos me estaba matando interna y dolorosamente. Iban a condenarme con diecisiete años, pero no me importaba. No quería seguir si lo único hermoso que tenía se había convertido en cenizas por alguien que aún gozaba de libertad.
—Calumnias —vociferó mi defensora—. Mi testigo afirma haber tocado parte de la evidencia meses antes del incidente —objetó, severa.
—¿Incidente? —proclamó el abogado, irónico y mordaz— ¿Hace falta recordarle quienes fueron las víctimas de su cliente, abogada? ¿Hace falta mencionar quien fue la única sobreviviente del incendio, siendo que tal comenzó donde ella “dormía”? —profirió. Sentía su presencia cerca de la mía, por encima de mis pestañas veía como su dedo me señalaba— ¿Debo de recordarle que entre las víctimas se hallaban dos niños?
—¡Abogado! —intervino el juez. Las voces volvieron a alzarse en la corte— Silencio —pidió, mas nadie pareció oírle—. ¡Silencio! —demandó haciendo resonar su mallete.
—Asesinaste a tus hermanos —masculló el abogado, escuchaba el rechinar de sus dientes apretados.
—Yo no fui —negué enterrando las uñas en mis palmas—. Juro que no fui. Y-yo… yo no fui. Los amo —musité.
—Aléjese de mi cliente —bramó Eva—. Solo es una niña, ¿cómo se atreve a decir semejante barbaridad? —sus manos acariciaron mi espalda. Ella se acuclilló viéndome apenada— Tranquila —pidió sujetando mis manos—. No lo hiciste —negué, nunca sería capaz de herirlos—. Yo sé que no. Tu tía y yo sabemos que no eres culpable —su pulgar tocó mi mejilla y sollocé.
—Su señoría —la voz grave de una mujer instó a que Eva se levantara—, tenemos un veredicto —anunció y temí tanto como en la noche donde todo lo que amaba me fue arrebatado.
—Acérquese —habló el juez.
Llevaba semanas sentándome en el mismo sitio. Semanas oyendo que me llamaban asesina, psicópata e infanticida. Semanas estando y siendo incriminada cuando el verdadero culpable se encontraba deambulando fuera de este maldito y sofocante lugar.
No quería salir fuera porque no podía seguir sin mis padres, sin las locuras de mis tres hermanitos. No quería salir y seguir siendo la criminal que destruyó su propia sangre, no deseaba que el juez me declarara inocente porque no tenía a nadie. Pero si lo hacía no iba a esperar que el tiempo cobrara justicia. Costara lo que me costara iba a encontrar al maldito que convirtió toda mi vida en cenizas.
Por las risas de mi madre, por los abrazos de mi padre, por los deseos y sonrisas de mis hermanos. Por mi hogar, por todo lo que me robó juro vengarme así pierda la vida en el intento.
—El jurado ha decidido. Que la acusada se ponga de pie —solicitó con tono demandante.
Eva me ayudó colocando una mano sobre mi brazo y la otra tras mi espalda. Me sentía demasiado abatida, cansada, débil: no era capaz de sostener el peso de mi cuerpo.
Llevaba días sin ingerir nada más que agua, viviendo en la frialdad y oscuridad de diferentes celdas porque ante los ojos de la ley yo no era una adolescente, para ellos solo era una criminal que merecía morir junto a las ratas de una prisión.
—Mackenna Ochiagha, bajo el delito del quíntuple homicidio agravado has sido declarada… —su pausa incrementó la tensión dentro del tribunal—. Inocente —el estruendo del mallete bajo su mano me impactó.
Parpadeé con lágrimas en los ojos, la angustia se oprimió rápidamente contra mi pecho obligándome a sollozar en los brazos de Eva. Me derrumbé en cientos de pedazos; saldría libre, sin familia, sin hogar, sin nada.