A regañadientes me aproxime al lateral izquierdo y me sume a la búsqueda agachándome con cuidado de no rasgar la falda ajustada a mis muslos y trasero. Odiaba tener que agacharme para buscar algo que mi novio había pateado durante la noche quien sabía a qué rincón de nuestra habitación, pero entre todos los calzados que poseía ese de color negro y tacones casi de vértigo era el único de apariencia formal. Era el único que mi poco ingreso monetario me había permitido poder costear hacía ya tres meses.
—Dense prisa —Esmeralda volvió a vociferar.
—Dos minutos —vociferé de regreso, mientras buscaba el zapato restante del par—. Dos minutos —resoplé palpando el frío suelo con la mano.
Sabía que mi tía detestaba que le hiciera mención de los “Dos minutos”, pues desde que comenzamos a convivir nunca dejé de mencionar que en ese breve lapso de tiempo podía resolver todo el desastre en mi monotonía. No era sincera ni conmigo misma. En dos minutos jamás llegaba a nada y aun así Esmeralda me seguía esperando, paciente.
Seguí palpando el piso de mosaicos centímetro a centímetro. Estaba convencida de habérmelos quitado aquí, en la habitación. Pero desafortunadamente el fortachón que me acompañaba a dormir por las noches lo había pateado bajo algún mueble, porque sí, porque según él y su estado somnoliento en más de una ocasión había llegado a tropezar con mis cosas regadas en el suelo.
—Aquí está —dijo Jean, colocando el zapato encima de nuestra cama. La burla se hallaba extendida en sus labios— No sé qué harías sin mi existencia en tu vida —alzó una ceja con orgullo.
—Sobrevivir, ¿qué más? —inquirí sentándome sobre el colchón— Pásame el folder que está en el escritorio y el pendrive que está… creo que en el último cajón. Busca, debe estar ahí —señalé donde un montón de ropa interior se encontraba desparramada.
—¿Ahí, donde da la impresión de que si alguien mete la mano una de tus bragas se quejara? —resopló arrastrando los pies hacia la ventana, justo donde había decidido ubicar el escritorio para todas las tardes recibir los últimos rayos de sol—. Me sorprende que una de estas cosas ya no sepa hablar —comentó examinando una de mis bragas con una ceja en alto—. Carajo —se quejó—. Me mordió, eso me mordió.
Suspiré cansada. Lo amaba, aunque su drama fuese un poco tedioso lo amaba.
Despertar junto a un hombre al que le gusta hacer escándalo por cualquier tontería era un reto, pero sin oír sus quejas matutinas o sin hacer competencia por ver quien terminaba de vestirse primero el comienzo del día no se sentiría igual. Jean era lo único que me distraía de pensar en lo malo, en lo que aún no podía conseguir y me encantaba eso de él aunque demostrara lo contrario.
—Deja. Solo me quitas el tiempo —espeté, acercándome a él mientras bajaba el largo de mi falda—. Se supone que estás aquí para ayudarme, no para hacer tanto escándalo por un montón de…
No sabía cómo nombrar el caos que yo misma creaba dentro de la habitación. Esmeralda era ordenada, ella cada mañana aprovechaba nuestra ausencia y ordenaba hasta el último rincón, aun así, en la mañana siguiente el cuarto volvía a ser el mismo desastre de siempre. En cinco años no había cambiado y en ese aspecto no pretendía hacerlo bajo ninguna circunstancia.
—Basura —finalizó él—. Y es cierto que estoy para ayudarte, pero creo que estás bastante grande para niñeras —expuso con tono serio.
Lo miré con los ojos entornados.
—Anoche no rehuiste para que te usara de oso —comenté, tomando el folder—. Juraría haberte oído ronronear —agregué, revolviendo cajón por cajón hasta hallar el pendrive.
—Lo hice —admitió con descaro—, y no me pareció oír alguna queja —contraatacó. Resoplé, no todo el tiempo resultaba agradable que tuviera razón—. De hecho puedo asegurar que te dormiste por mis ronroneos —comentó, de soslayo lo vi acercándose lento, como un depredador acosando a su pequeña presa—. Tal vez porque te gusta que te abrace o quizá por…
—Mejor cállate —intervine sacándole una sonrisa presuntuosa—. No te soporto —declaré enfrentándome a sus ojos de un bonito color chocolate.
Lo hice a un lado mostrándole mi peor cara, él se rio. Le daba gracia verme con poco humor y saber que sin él mi día a día sería un pisotón de mierda tras otro.
—Por las mañanas —murmuró con voz alegre—. Ambos sabemos que en las noches es otra cosa —reanudó la risa.
—¡Mackenna! —gritó Esmeralda. Se la oía lejos, también muy enfadada— Dense prisa o llegarán tarde.
No pude evitar imaginarme su rostro colérico y las manos en la cintura mientras golpea rápidamente su zapato contra el piso. Solía gesticular de aquel modo cuando estaba a punto de estallar por impaciencia o demasiado enojo.
—Solo un minuto más, tía —devolví el grito permaneciendo bajo la mirada libidinosa de Jean—. Si vuelve a gritarme será tu culpa —lo señalé con enfado.
—Acusa al inocente —se cruzó de brazos, compungiendo la expresión—. ¿Qué tienes contra mí? —cuestionó. Lo miré por encima de mi hombro, incrédula ante su pregunta y el sonido triste instalado en su voz— Me da la impresión de que justo ahora estás odiándome y no entiendo... Si te he hecho algo perdóname. ¿Por favor? —suplicó, me sorprendió oír la sinceridad con la que se expresaba.
—Jean —advertí, viendo su ceño y labios fruncidos.
—No —profirió en una nota severa, triste—. No hagas eso porque de verdad lástima. Mack, me he acostumbrado a tu manera de ser y sí, admito que tu carácter me encanta. ¿Para qué mentirte? Me vuelves loco, pero reconozco que a veces también eres fría conmigo —enfatizó empujando la espina que sus palabras habían clavado en mi pecho—, y no soporto que esa barrera siga existiendo entre nosotros —finalizó dejando caer su peso a un lado de mí. No me atreví a mirarlo—. ¿Por qué aún no confías en mí? —preguntó dolido.
—Si lo hago. Confío en ti —aseguré, barriendo el deseo de abrazarlo.