Imaginé que entrar a un edificio lejos de Oakville sería una oportunidad increíble, que sería una experiencia diferente para mí, no obstante, la realidad fue muy diferente a lo que esperaba; allí dentro tenían el mismo modo equívoco de juzgar y desvalorizar a una persona que en mi ciudad, y lejos de acostumbrarme a ser mal vista por un crimen que nunca tuve o tendría el valor de cometer. Me seguía afectando… ¡Joder! ¿Cómo no lo haría si se trataba de mi familia, de las personas a las que yo más amaba?
Pero ya estaba, el enojo que me invadió e hizo gritar ciento de profanidades al gerente de la empresa había servido para menguar el cansancio y estrés acumulado por recibir tantas negativas y explicaciones absurdas para luego cerrarme las puertas de sus pulcras empresas en la cara. Además, estaba convencida de que allí no era, al fin y al cabo, frente a mí había una ciudad con cientos de oportunidades más. Debía haber una puerta para mí, en alguno de esos edificios colosales estaba lo que yo buscaba y no pararía hasta encontrarlo, no iba a descansar hasta que la culpa fuera retirada de mis hombros, hasta que mi apellido estuviera limpio de toda la basura que le tiraban encima.
Suspiré con fuerza.
Echaba de menos oír la risa contagiosa de Lorna leyendo algo divertido, los murmullos nocturnos de Hernán jugando videojuegos, las prácticas de defensa con Blas, ver a mi padre programando sus citas en el salón y a mamá cantándole a sus flores. Extrañaba estar en casa, mirar películas cuando papá salía temprano del hospital o salir a cenar comida ucraniana porque a mi madre le gustaba sentir que de algún modo seguíamos viviendo en su país natal.
Tal vez si nunca hubiéramos regresado de esas vacaciones ellos seguirían aquí; Blas habría sido el policía que deseaba ser, Hernán estuviese pasando el agobio de la preparatoria, Lorna habría corrido contra reloj para culminar su carrera en ingeniería mecánica, papá hubiese continuado llegando a casa con la bata médica colgando de su brazo, mamá seguiría cantando e impartiendo clases de cocina en la escuela pública de Oakville, y yo hubiera estado dando atención médica a las mascotas del pueblo y no allí, sin ellos e intentando cazar al fantasma maldito que me los arrebató.
Tomé aire y lo liberé con lentitud. No era el lugar correcto para sacar la ira que me provocaba reconocer que jamás lo atraparía, tampoco podía gritar al cielo que estaba harta de sentir una batalla incansable dentro de mi cuerpo. No era sano pelear conmigo misma todo el tiempo, pero aún no quería que ella ganara porque su victoria sería la destrucción de mi autocompasión, y necesitaba de ella, debía mantener un cable a tierra para evitar desatar lo mismo que se desató al ver los restos de madera calcinada.
Apresuré el paso, mis tacones bajos presionándose firmemente contra la acera. Llevaba más de un cuarto de hora sola y lo tenía prohibido. Desde que salí de prisión y vi la nueva realidad que sería mi vida tenía esa regla por miedo, porque me conocía y sabía que si alguien veía mi peor faceta intentaría acercarse y lo lastimaría, le haría tanto daño y yo no sentiría, ni siquiera lo vería. El cúmulo de ira me cegaría hasta caer en el cansancio físico.
Intentaba controlar esta enfermedad desde pequeña, no obstante, a veces parecía una bestia feroz e indomable.
Mis pasos se detuvieron en una esquina. Faltaba poco más de cuatro manzanas para llegar a la cafetería Queen; su nombre era una referencia y claro honor al grupo de rock británico favorito de Esmeralda, y por si había alguna duda de su fanatismo solamente debían verse los cuadros y banderas decorando el área de los comensales para entender que su idolatría era una locura bellísima. Sí, mi tía tenía un lado salvaje del cual no se avergonzaba mostrar.
El caos de la ciudad parecía estar dormitando en pleno mediodía, aunque faltaban dos horas para llegar al mismo, la falta de sonidos automovilísticos y la poca presencia de los transeúntes distaban mucho del ritmo ajetreado que caracterizaba a Montreal.
Me removí incómoda al percibir a una figura masculina parándose junto a mí, sumándose a ver el conteo del semáforo rojo. El intenso olor a tabaco quemándose penetró mi nariz con fuerza, mas, eso no impidió que su colonia masculina llegase a mí como lo hacía el humo con la sutil brisa.
—Avanzarás callada y doblarás cuando yo te lo diga. ¿Está claro? —inquirió. Reconocí la voz de inmediato, aun así, no me atreví a levantar la mirada. Sentí la amenaza en su timbre severo— Y pobre de ti que intentes gritar o escapar —susurró cerca de mi rostro. El humo y su aliento a tabaco me golpearon con brusquedad—. Eso es, calladita y sin hacer estupideces que pongan en peligro tu lindo culo —se rio mientras se alejaba lento—. ¿Pensaste qué mi promesa era mentira?
«Promesa, ¿cuál promesa?» Intenté memorizar.
No respondí, los ceros y la luz verde no me lo permitieron, mucho menos su agarre asiéndose sobre la pálida piel de mi brazo. Caminé obligada por la presión de sus dedos y apreté mis manos haciéndolas puños, controlando mi miedo e incluso el enojo que surgía con cada paso acercándome a la otra esquina.
—Sigue caminando —dijo cuando quise detenerme y tiró de mí, tan fácil como lo habría hecho el dueño de una pequeña mascota—. Esto no debería pasar así, pero debo actuar rápido. ¿Tienes noción de todos los lobos que intentan darte caza? —inquirió clavando sus yemas en mi piel, obligándome a ver sus ojos azules por un instante— No, creo que no y ese pedazo de mierda tampoco te lo ha dicho —masculló arrojando la colilla de su cigarro.
—Me estás lastimando —me quejé tratando de quitar la mano de mi brazo.
—Cederé, pero debes fingir que luchas. Si te suelto serás un cadáver más —asentí, temiendo de su último comentario, y cedió poco, aún llevándome rápido mientras él giraba el cuello cada tanto—. Escucha, Mackenna —pronunció de repente—, sé que tendrás millones de preguntas, pero lo que necesito ahora es que me sigas el juego. Si te sales del papel mueres y si tú mueres lo más probable es que yo también, ¿entiendes? —preguntó dándome una mirada rápida.