6 meses antes
Damian :
Hay días en los que me despierto sin saber por qué. Sin razón. Sin sueños. Sin ganas de ser alguien. Abro los ojos como si eso bastara para estar vivo... pero a veces solo soy un espectador de mi propio cuerpo.
El techo de mi cuarto tiene la misma grieta desde hace tres años. La observo cada mañana, convencido de que hoy, por fin, se partirá en dos y me aplastará. Sería un final lógico. Pero no. Ahí sigue. Como yo: quieto, a punto de romperse, pero aguantando.
Afuera, el mundo sigue su ritmo. La gente ríe, camina, habla. Yo también lo hago... lo justo. Lo suficiente para que no sospechen, pero no tanto como para que esperen algo de mí. Me he convertido en un fantasma con piel:
Ni feliz, ni triste.
Ni presente, ni ausente.
Ni luz, ni oscuridad.
Todos llevamos secretos. La diferencia es que yo los escribo. Los entierro en estos cuadernos que nadie leerá, como si fueran las únicas pruebas de que existo.
No sé en qué momento me rompí. O si siempre fui así y solo ahora me doy cuenta. A veces pienso que tengo un defecto de fábrica; algo que olvidaron arreglar antes de empacarme y enviarme al mundo.
Hoy es lunes. Lo sé porque el mismo autobús pasa a la misma hora, con el mismo ruido de motor ahogado. Y aunque cada célula de mi cuerpo me pide quedarme en la cama, salgo de ella. Porque nadie sospecha de quien sigue las reglas. Así que, con la poca fuerza de voluntad que me queda, me levanto, me ducho y me cambio para ir a la uni. ¿Alguna vez alguien ha hablado de lo odiosos que son los lunes? Creo que no.
—¡Come algo antes de irte! —me grita mi madre cuando voy saliendo, pero no me da tiempo. Mi súper yo para llegar tarde hace su acto de presencia hoy, para variar, así que le respondo que comeré algo en el camino mientras voy a la estación del metro. Por suerte, este queda cerca de la casa y me deja justo en la escuela porque manejar hasta allí hace mucho que no es una opción para mi aunque creo nunca lo ha sido .
Camino con audífonos, pero no escucho música. Solo dejo que el mundo hable sin mí. A veces pienso que soy invisible. A veces deseo serlo. Y así empieza otro día que no elegí, pero que sigo viviendo.
—¡Una moneda por tus pensamientos, guapo! —Alguien me arranca del vacío. Me giro: es Dafne, ya lista para la uni, guapa como siempre, con su ropa estilizada que le contornea su figura —alta pero con curvas— y su precioso pelo café suelto.
—Ni que te pagaran mucho por los míos —le digo mientras sonrío.
—Bueno, como sea, muévete que se nos hace tarde —y comienza a hablar y hablar mientras el mundo sigue girando.
Y yo fingiendo. Dafne me arrastra hacia la facultad, hablando sin pausa sobre el seminario. Sus palabras rebotan en mí como lluvia en un cristal. Sonrío. Asiento. Pero en mi cabeza, solo repito: «¿Cuándo dejó de importar si alguien me escucha o si en verdad escucho a alguien?».
—¡Damo! ¿Otra vez en tu nube? —Ella me pinza el brazo—. Carolina salió anoche con ese tipo del café y…
—¿El que conoció ayer? —interrumpo, fingiendo interés. Porque es lo que hago. Porque es fácil. Pero ¿a quién engaño? Si estoy un poco interesado, culpa de estos por pegarme lo cotilla.
—¡Exacto! —grita, como si hubiera ganado algo—. ¿Ves? ¡Ni siquiera escuchas cuando te hablo de…!
—¡Eh, amoríos! —Maura nos alcanza, como siempre interrumpiendo algo, pero bueno, es su don, como el mío es llegar tarde—. ¿Hablan de Caro y su víctima nueva? Aburrido. Mejor díganme por qué Damo aquí sigue soltero. ¿O es que le gustan las grietas de ese techo más que las personas?
Todos ríen. Yo también. Porque es lo que hago.
—Mal leer el cuaderno de Davo a su espalda es una cosa; decirle en la cara lo que hay escrito es otra muy diferente —interviene Daf con una sonrisa tensa, por miedo a que explote como a veces hago .
Tranqui, Dafne. No es como si no supiera que, en el momento en que se le quedó en su casa, no lo fuera a leer y, de paso, contarle a todos ustedes lo que había. Al menos quedó entre nosotros cinco —digo, restando la importancia que tiene, porque es lunes y no tengo fuerzas para discutir; mejor las guardo para soportar la conferencia del señor Juls—. Además, ya has visto cómo habla de Caro, que la conoce desde niña. ¿Qué podré esperar de mí? —les digo, mostrando mis dientes más blancos y perfectos que los de ella.
— Todos estamos acostumbrados —responde Carolina, juntándose con nosotros a la entrada de la facultad. Va toda diva, con sus botas altas que contrastan con su piel trigueña y su pelo negro lacio recogido en una coleta alta.
A veces me pregunto porque los tolero a todos , otras veces , se que sin ellos no sería invisible , Sino que estaría completamente solo .
Juntos seguimos caminando hacia la sala de conferencias donde vamos a dar la clase de Teoría Cognitiva hoy. Al entrar, casi todo está abarrotado. Al principio, la gente levanta la vista al vernos pasar, lo cual me incomoda. Sé que muchos hablan de nuestro grupo por lo diverso que es, y muchos nos llaman «royal élite» porque somos los que tenemos mejores notas o más dinero. Pero a veces, y solo a veces, me gustaría callarnos la boca a todos y demostrarles que daría lo que fuera por ser como ellos. Aunque de todos los del grupo, sea el más invisible, siempre llamo la atención por mi nombre o mis apellidos. Siempre algo resalta. A veces me gustaría ser como la chica de la esquina. Porque sí, aunque no sea posible.
En la carrera de psicología, en nuestro salón, hay una chica a la que nadie mira.
No es que sea invisible. Es que la gente elige no verla.
La primera vez que noté su existencia fue un martes, cuando el profesor de Teorías Cognitivas pasó lista.
—Helena Torres.
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Editado: 16.09.2025