La semana de entrenamiento con Varian continuó hasta que finalmente pude controlar mi energía. Mi cuerpo empezaba a adaptarse al ritmo de los combates y a la intensidad del entrenamiento. Había ganado algo de masa muscular, lo cual agradecí más de lo que estaba dispuesta a admitir. Aprendí a prever los ataques de los demás, a nombrar runas, a dibujar la runa de protección y a transformar el caos en un canal de enfoque.
Con Nim y Rebecca, me sumergí en el estudio de mezclas y raíces curativas. Había forjado un vínculo extraño con Nim: ella me enseñaba cuando Rebecca se negaba a hacerlo, como si hubiera reconocido en mí algo que valía la pena cultivar, incluso a regañadientes.
Estas semanas habían sido agotadoras. Entre el entrenamiento con los chicos y las exigencias de la academia, apenas me quedaba tiempo para dormir... y lo aprovechaba al máximo.
Como todas las noches, me recosté en mi cama con la esperanza de caer rápidamente en el mundo de los sueños. Esta vez, el sueño me recibió sin demora.
El amanecer se filtraba a través de los vitrales del ala este, tiñendo el pasillo con destellos dorados y azulados, como si el cielo mismo intentara entrar a Ravenshade. Caminaba descalza por el suelo de piedra, guiada por una intuición que no sabía de razones, solo de pulsos.
Cuando llegué al invernadero, Liora ya estaba allí, esperándome. Permanecía de pie entre los sauces, vestida con una capa de tonos marfil y brumas celestes. El viento jugaba con su cabello como si también la reconociera.
—Hola, Liora... —susurré, acercándome a ella—. ¿Qué hacemos aquí?
—Comienza tu entrenamiento, Astrid —dijo con suavidad, apenas girando su rostro hacia mí—. Hoy aprenderás a leer los sueños, a interpretarlos.
La miré sin comprender. ¿De qué me serviría entender mis sueños?
—Cierra los ojos —indicó, tomando mis manos entre las suyas—. Respira profundo...
Obedecí, aunque mi cuerpo temblaba un poco. Al inhalar, sentí el aroma de la tierra mojada, del jazmín nocturno, de la savia que brota antes del alba. Y luego... todo se desvaneció.
Un paisaje se reveló ante mí: un bosque sin fin, donde los árboles tenían hojas hechas de cristal y el suelo latía con un pulso suave. Caminé, completamente desorientada, siguiendo el susurro de una melodía lejana. Cuando llegué al origen de esa canción, me topé con una silueta sin rostro.
De ella emergían sonidos guturales, como si intentara hablar con una mordaza. A la distancia, su voz parecía una melodía hermosa; pero de cerca, sonaba como el lamento de alguien atrapado.
—Esa es tu energía —susurró una voz muy cerca de mí—. Los ancestros que te protegen creen que posees un poder inmenso. Si alguien intenta revelarlo por la fuerza, podría morir en el intento.
Me acerqué con cautela y toqué lo que parecía ser el rostro de esa "energía". En un instante, se transformó en la cara de papá.
—Pequeña hojita... —susurró con lágrimas en los ojos—. Queda poco tiempo... desátame...
Me detuve, mirándolo con nostalgia. En mi trabajo con Nim y Rebecca había aprendido dos cosas: la primera, nunca hacer exactamente lo que el inconsciente te sugiere; suele ser irracional, atemporal y profundamente simbólico. La segunda, el inconsciente buscará manipularte con lo que más amas.
—Tú no eres él... —susurré, las lágrimas corriendo por mis mejillas—. Papá nunca me hablaría de esa forma.
Mis palabras parecieron desencadenar una metamorfosis. El rostro cambió, y ahora era Milo.
—¡Pequeña bruja! —gritó con furia—. ¡Desátame! ¡Te lo ordeno!
Una polilla se posó en mi hombro. La reconocí de inmediato. Atlas.
—¿Atlas? ¿Qué haces aquí?—pregunté, ignorando por un momento el frenesí de la entidad frente a mí.
—Más que Atlas, soy Liora —dijo la polilla con serenidad—. Esta es la primera prueba, Astrid.
—¿Qué está pasando...?—
—Cuando entras en el sueño de otro, no puedes conservar tu forma física. Debes adoptar una memoria animal anclada en su mente. Atlas fue uno de los últimos seres que viste, así que te guiaré a través de él. Esta es tu prueba: descubrir quién está encadenado y por qué.
Y sin decir más, la polilla alzó vuelo, dejándome a solas con la entidad atrapada ante mis ojos.
Empezó a llover con violencia, como si el cielo no supiera llorar de otro modo. Las hojas de cristal se fundieron al contacto con el agua, disolviéndose en hilos de luz líquida. Cada gota reflejaba un pedazo de mí: un pensamiento fugaz, una emoción reprimida, una herida que no había sanado. Me vi en todas ellas. Y no me reconocí.
El cielo cambió. Ya no era solo tormenta. Se volvió púrpura, pero no un púrpura sereno: era vino derramado, pasión contenida y rabia antigua. Como si el bosque mismo hubiera sangrado hacia el firmamento. En medio de ese cielo desgarrado apareció una mesa.
Se alzaba entre los árboles como una visión imposible. A su alrededor, sillas vacías. Todas, salvo una. Y en esa, sentada en silencio, me esperaba la entidad. O lo que quedaba de ella.
Me acerqué, temblando y me senté.
Su forma se contrajo, se agitó, y frente a mí apareció una versión más joven de mí misma: más pequeña, con los ojos apagados y la mirada perdida. No había dulzura en su rostro. Solo un silencio tenso. Un juicio no pronunciado.
La mesa se llenó de objetos imposibles: un reloj sin manecillas, donde el tiempo era solo una idea rota; una muñeca que lloraba sin lágrimas; una carta calcinada por la mitad, cuyos bordes aún humeaban; y, por último, un oso de peluche desgastado por el amor: Señor Bigotes.
—¡Señor Bigotes! —exclamé, sorprendida por la calidez súbita de esa memoria. Extendí la mano.
Pero no llegué.
Un grito estalló en mi cabeza como un relámpago.
—¡No lo toques! —gritó la niña con una voz que era la mía, y no lo era.
—¡Desátame! ¡Traidora! ¡No le eres fiel ni a tu niña interna!
Me congelé. La vi retorcerse en sus cadenas, como si el solo hecho de ser vista la hiciera arder.