El aceite de linaza tenía un olor a verdad.
Era un aroma acre que se impregnaba en la ropa y se metía en los poros, pero para Lyra, era el perfume de la concentración. Con la punta de su pluma de plata, suspendida sobre el pergamino virgen, contuvo la respiración. No estaba a punto de trazar la línea de una costa o la cumbre de una montaña, sino el frágil y traicionero contorno de un recuerdo.
—Un poco más a la izquierda —murmuró el mercader Bren, retorciendo sus manos regordetas sobre el abdomen—. El cofre… era de ébano, con incrustaciones de madreperla. Brillaba a la luz de la lámpara.
Lyra no alzó la vista. Su dedo índice, manchado de tinta azul, se deslizó sobre el pergamino. Al instante, la línea que estaba dibujando —el borde de una repisa— se desplazó milimétricamente, ajustándose a la memoria imperfecta del hombre. Podía sentir la textura de ese recuerdo: áspera por los bordes, desgastada por el tiempo y la conveniencia. No estaba dibujando lo que Bren había visto, sino lo que creía recordar, y en esa grieta entre la realidad y el deseo siempre anidaba el peligro.
—La joya —dijo Lyra, su voz un susurro calmado que contrastaba con el latido acelerado que sentía en sus sienes—. Céntrese en la joya. ¿Era fría al tacto?
—Sí… no. La sostenía con guantes —farfulló el hombre, su nerviosismo creciendo como la maleza—. Era el Anillo de la Marca Alta. Robado de mi caja fuerte hace quince lunas. ¡Usted puede encontrarlo! Dicen que sus mapas… encuentran las cosas.
Encuentran la verdad, corrigió Lyra mentalmente. Y a veces, la verdad era lo último que la gente quería encontrar. Su don no era de adivinanza, sino de cartografía emocional. Cada recuerdo, cada emoción intensa, dejaba una huella imborrable en el alma, una geografía única que ella podía interpretar y plasmar. Y el mapa que estaba creando en ese momento olía a mentira rancio.
Con un movimiento fluido, sumergió la pluma en un frasco de cristal que contenía no tinta, sino una mezcla de esencias lunares y lágrimas de susurros, un conductor para lo intangible. Alzó la mano, la punta de plata brillando bajo la tenue luz de su taller.
—Mire el mapa, maestro Bren. Mire fijamente el punto donde el recuerdo sitúa el anillo.
El hombre obedeció, clavando sus ojos ansiosos en el pergamino. Lyra apoyó la punta de la pluma sobre el papel y cerró los ojos.
El estudio se desvaneció. Ya no estaba en su refugio de estantes repletos de rollos y el olor a madera de cedro, sino en la memoria de Bren. Vio la habitación oscura, la repisa de roble, el cofre de ébano… vacío. Pero luego, la imagen se torció, como un espejismo en el desierto. Un fogonazo de avaricia pura. Unas manos, no las de un ladrón sigiloso, sino las del propio Bren, regordetas y enjoyadas, escondiendo el anillo en un falso fondo de un cajón de su propio escritorio. Lo había reportado como robado para cobrar el seguro de la mercancía.
Lyra abrió los ojos, la respiración entrecortada. La verdad, fría y pesada, se asentó en su estómago como una piedra.
—Maestro Bren —dijo, manteniendo su voz en un hilo neutral, profesional—. Mi mapa… sugiere que su recuerdo tiene ciertas… desviaciones. ¿Está absolutamente seguro de los detalles que me ha proporcionado?
La expresión del mercader se endureció de inmediato. La ansiedad se derritió, dejando al descubierto una máscara de ira ofendida.
—¿Qué está insinuando, cartógrafa? ¿Que miento? ¡Le estoy pagando buen oro para que encuentre a un ladrón, no para que cuestione mi honor!
En ese preciso instante, antes de que Lyra pudiera encontrar una respuesta que no terminara con un jarrón roto sobre su cabeza, la puerta de su taller se abrió de golpe.
No fue el suave crujido al que estaba acostumbrada, sino un impacto seco y violento que hizo temblar los frascos de esencias en los estantes y resonó en sus huesos. La madera de roble reforzada, grabada con runas de protección menores, se quejó como un animal herido.
En el marco de la puerta, recortado contra la tenue luz del atardecer que filtraba por la ventana, había un hombre.
No era un cliente. La energía que emanaba de él era tan palpable como un vendaval gélido que de pronto se colara en la habitación. Era alto, con una armadura de cuero oscuro y metal bruñido que no era de gala, sino de guerra, marcada con las cicatrices de batallas pasadas. Una capa gruesa, hecha de una tela que parecía absorber la luz, colgaba de sus hombros. Pero lo que heló la sangre en las venas de Lyra fue su rostro.
Joven, anguloso, y brutalmente hermoso, como una espada recién forjada. Una cicatriz blanca y bien curada le cruzaba la ceja izquierda hasta la mandíbula, una línea imperfecta en un cuadro de perfección marcial. Y sus ojos… sus ojos eran del color de un cielo invernal justo antes de una tormenta de nieve: grises, fríos y desprovistos de cualquier calor humano. No eran ojos que vieran; eran ojos que evaluaban, que calculaban, que poseían.
El mercader Bren se encogió en su silla, su queja olvidada por el puro instinto de supervivencia. Un gemido escapó de sus labios.
El recién llegado ignoró por completo al mercader. Su mirada, pesada e intrusiva, escaneó la habitación con desdén antes de clavarse en Lyra como un puñal. No era una mirada de curiosidad, sino de evaluación. Como un cazador que, tras una larga búsqueda, finalmente localiza a su presa.
—Lyra la Cartógrafa —dijo su voz. Era grave, áspera, como piedras chocando en lo profundo de un pozo helado. No era una pregunta. Era una afirmación, una sentencia.
Ella se puso de pie, sintiendo cómo las rodillas le flaqueaban. Agarró el borde de la mesa para sostenerse, el pergamino del falso recuerdo de Bren arrugándose bajo sus dedos sudorosos.
—Yo soy —logró decir, orgullosa de que su voz no temblara—. Y usted ha roto mi puerta.
Una de sus cejas, la que no estaba marcada por la cicatriz, se arquió levemente, la única concesión a algo parecido a una emoción. Fue un gesto minúsculo, pero suficiente para decirle a Lyra que su audacia no era algo que encontrara a menudo.