Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 2: CONDICIONES DE SANGRE

El silencio que siguió a las palabras de Kael era tan denso y frío como el hielo perpetuo de los picos del norte. Lyra podía sentir el latido de su propio corazón golpeando sus costillas como un pájaro aterrorizado enjaulado. Las Lágrimas de la Diosa Lunaria. Eran una leyenda, una historia de cuna para calmar a los niños inquietos. Nadie en su sano juicio las buscaba en serio.

—Está loco —susurró, más para sí misma que para él. La palabra salió como un desafío, un último acto de valentía antes de que el mundo se desmoronara por completo.

La sonrisa de Kael no se desvaneció; se transformó en algo más peligroso: una expresión de paciencia infinita y absoluta superioridad.

—La locuria es un lujo que los que han perdido todo no pueden permitirse —dijo, su voz un zumbido grave que resonaba en el estudio devastado—. Necesito tu don. Y tú, cartógrafa, necesitas vivir. Es una transacción simple.

—Puedo negarme —replicó Lyra, apretando los puños para que dejaran de temblar.

Él echó un vistazo a la puerta hecha añicos.

—Puedes intentarlo.

De un movimiento fluido, tan rápido que Lyra apenas lo vio, su mano enguantada salió disparada. No hacia ella, sino hacia su mesa de trabajo. Agarró el pergamino que contenía el falso recuerdo del mercader Bren. Lo sostuvo frente a sus ojos.

—Este hombre… mintió, ¿verdad? —preguntó Kael, sus ojos grises escudriñando el mapa. Lyra se sintió violada. Esos trazos eran íntimos, eran la esencia corrompida de otro ser, y él los miraba como si examinara un mapa de carreteras—. Tu magia no solo encuentra. Revela. Descubre secretos. Eso es lo que necesito.

—¡Eso no es asunto suyo! —protestó ella, alargando la mano para arrebatárselo.

Él fue más rápido. Retiró el pergamino y lo arrojó despreciativamente a un rincón.

—Todo lo que eres se ha convertido en asunto mío a partir de este momento —declaró—. Te daré cinco minutos. Empaca lo esencial: tus herramientas, tus… esencias. Nada más.

La orden era tan perentoria, tan desprovista de emoción, que por un momento Lyra solo pudo quedarse allí, paralizada. Luego, la rabia, un sentimiento puro y caliente, comenzó a derretir el hielo de su miedo.

—No me iré con usted —dijo, clavando los talones en el suelo de madera—. Puede romper mi puerta, pero no mi voluntad. Matarme sería inútil, lo sabe. Sin mí, no encuentra su leyenda.

Kael la miró, y por primera vez, Lyra creyó ver un destello de algo que no fuera desdén o ira fría. Era… interés. El interés de un depredador por una presa que muestra unos dientes inesperados.

—Quién habla de matarte —dijo, casi en un susurro—. Pero hay otras formas de romper una voluntad. Más lentas. Más dolorosas. ¿Crees que eres la única cartógrafa del reino? Eres la mejor. Pero no la única. Podría reducir este lugar a cenizas con todo y tus preciados recuerdos. Podría encontrar a ese mentiroso del mercader y contarle a la liga de comerciantes lo que realmente pasó con su anillo. Tu vida aquí, todo lo que has construido, dejaría de existir. —Hizo una pausa, dejando que cada palabra se clavara como una aguja—. O… puedes venir conmigo voluntariamente. Y a tu regreso, no solo tendrás tu vida de vuelta, sino que tendrás suficiente riqueza para comprarte diez talleres como este.

Era una oferta que no podía rechazar, envenenada en su base. Voluntariamente. No había nada voluntario en esto.

—¿Y si fallo? —preguntó Lyra, su voz cargada de un escepticismo que ocultaba la rendición que sentía crecer dentro de ella—. Las Lágrimas son un mito. Puede que ni siquiera existan.

—Existen —aseguró él, y en su tono no había lugar para la duda. Era la certeza del fanático o del condenado—. Y no fallarás. Porque el costo del fracaso es algo que ni tú ni yo estamos dispuestos a pagar.

Se acercó aún más, invadiendo su espacio por completo. El olor a cuero, aire frío y metal la envolvió.

—Ahora, los cuatro minutos que quedan son tuyos. Elige. ¿El fin de tu mundo, o la salvación del mío?

Lyra contuvo la respiración. Miró a su alrededor, a su taller, su santuario. Cada frasco, cada pergamino, era un fragmento de su alma. Él no solo le estaba ofreciendo salvar su vida física; le estaba ofreciando salvar su vida. Tal como era.

Con un nudo en la garganta, asintió una vez, bruscamente.

—No tocará nada de lo mío —dijo, su voz temblorosa pero firme—. Y no es suyo. Es un préstamo. Cuando esto termine, me devolverá a mi vida. Esa es mi condición.

Kael estudió su rostro por un largo momento, y luego, asintió a su vez.

—Aceptado.

Lyra se movió como un autómata. Tomó una mochila de cuero y comenzó a llenarla con un frenesí silencioso. Frascos de esencias lunares, su pluma de plata favorita, varios pergaminos de la más alta calidad, un compás de hueso tallado. Cada objeto que guardaba era una despedida.

Mientras lo hacía, Kael no la perdió de vista. Su presencia era una sombra constante, un recordatorio de que su libertad había terminado.

—¿Cómo? —preguntó Lyra de repente, sin volverse—. ¿Cómo piensa encontrar el recuerdo de una diosa? Los dioses no dejan recuerdos como los mortales.

—No —admitió Kael desde la puerta, observando la calle vacía—. Pero dejaron ecos. Huellas en el mundo. En la piedra, en la magia, en la sangre de sus descendientes. Eso es lo que cartografiarás. Los ecos de la diosa.

Lyra se detuvo, una esencia a medio guardar en su mano. La idea era aterradora y fascinante. Cartografiar un eco… era como intentar dibujar el viento. Era imposible. Y, sin embargo, una parte de ella, la cartógrafa, sentía la punzada de un desafío intelectual abrumador.

—Necesitaré una fuente —dijo, casi en un susurro—. Algo que lleve una chispa de su esencia. Algo que haya estado cerca de ella.

Kael se volvió lentamente. De un bolsillo interior de su capa, sacó un objeto envuelto en terciopelo negro. Lo desenvolvió con una reverencia que no le cuadraba.




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