La noche en Valerium no era como la noche en el barrio de los artesanos donde Lyra había vivido toda su vida. Aquí, en los límites de la ciudad, la oscuridad era una entidad viva, cargada con el susurro del viento que bajaba de las Montañas Escalofrío y el distante aullido de criaturas que no se atrevían a acercarse a las murallas. El aire olía a pino, a tierra húmeda y a una electricidad sutil que erizaba la piel. Era el aroma de la magia salvaje, no domesticada en frascos ni pergaminos.
Kael no ofreció palabras de consuelo ni explicaciones. Su silueta, envuelta en la capa oscura, era una mancha de oscuridad móvil que Lyra seguía a regañadientes, su mochila de suministros pesándole como una losa de culpa y miedo. Cabalgaban en silencio, los cascos de su corcel—una bestia imponente y negra como la medianoche—y de la yegua bayo que le habían asignado a ella, creando un ritmo fúnebre sobre el camino de tierra.
Lyra apretó los puños alrededor de las riendas, la imagen de su taller destrozado ardiendo en su mente. Cada paso que la alejaba de casa era una puerta que se cerraba. Se sentía como uno de sus propios mapas, arrancado violentamente de un atlas familiar y arrojado a un territorio en blanco, peligroso y desconocido.
—No vamos por el camino real —observó ella al cabo de una hora, rompiendo el silencio opresivo. Su voz sonó extrañamente alta en la quietud del bosque.
Kael no se volvió.
—El camino real está vigilado por los espías del Usurpador. Morvan tiene ojos en todos los pasos convencionales. —La palabra "Usurpador" la escupió con un veneno que hizo estremecer a Lyra.
—¿Morvan? —preguntó, recordando el nombre que él había mencionado de pasada en el taller. El villano. La razón de todo esto.
—El hombre que envenenó la mente de mi padre, asesinó a mi hermano mayor y se sentó en un trono que no le corresponde —la voz de Kael era plana, pero Lyra podía sentir la ira contenida, como un río de lava bajo una fina corteza de hielo—. Extinguió la Guardia Real, silenció a los leales y ahora drena la alegría de mi pueblo, literalmente, para alimentar su propio poder. Las Lágrimas son la única forma de romper su hechizo sobre la tierra.
La enormidad de lo que decía era abrumadora. Lyra no era una heroína. Era una cartógrafa. Sus batallas se libraban contra recuerdos falsos y las traicioneras geografías de la mente, no contra tiranos que robaban emociones.
—¿Y cómo… cómo drena la alegría? —preguntó, casi sin querer saber la respuesta.
—Con artefactos arcanos. Con rituales. Con la misma magia corrupta que usa para ver a través de los ojos de sus siervos —Kael lanzó una mirada significativa hacia la espesura oscura que los rodeaba—. Por eso evitamos los caminos. Las bestias son un peligro menor que un par de ojos humanos que informen de nuestro paradero.
Como si sus palabras hubieran sido una invocación, un cambio sutil se apoderó del bosque. El aire se volvió más pesado, más difícil de respirar. Los sonidos nocturnos normales—los grillos, el susurro de las hojas—se apagaron, dejando un silencio ominoso y cargado. La yegua de Lyra resopló nerviosa, sus orejas girando hacia adelante y hacia atrás.
Kael se detuvo en seco, levantando un puño enguantado. Su postura era la de un lobo al acecho.
—¿Qué pasa? —susurró Lyra, su corazón comenzando a acelerarse de nuevo.
—Silencio —ordenó él, sin volverse.
Lyra contuvo la respiración, forzando sus sentidos a agudizarse. Al principio, no sintió nada. Y luego… luego lo notó. Una sensación extraña se arrastraba por los bordes de su percepción. No era un sonido, ni un olor. Era como si el bosque mismo estuviera… olvidando. Los contornos de los árboles parecían volverse más difusos, los recuerdos de los olores a tierra y musgo se desvanecían, reemplazados por un vacío nebuloso.
—Nos adentramos en los Bosques de la Memoria Olvidada —murmuró Kael, su voz baja y tensa—. Un lugar donde la magia residual de la Diosa Lunaria, de su tristeza, se filtró en la tierra. Aquí, los recuerdos se deshacen como telarañas al viento.
Un escalofrío de puro terror recorrió la espina dorsal de Lyra. Para una persona normal, sería desorientador. Para ella, cuya esencia misma estaba entrelazada con los recuerdos, era una pesadilla hecha realidad.
—Tenemos que dar la vuelta —dijo, su voz temblorosa—. Kael, no puedes pedirme que entre ahí. Es… antinatural.
—Es el camino más rápido. El único no vigilado. Y ahora, el único seguro —su tono no dejaba lugar a discusión—. Mantente cerca. Y no toques nada.
Avanzaron, pero el bosque se transformó ante sus ojos. Los colores se lavaron, volviéndose sepia y gris. Los sonidos de sus caballos se amortiguaron, como si el mismo aire absorbiera el ruido. Lyra comenzó a sentir una ligera neblina en su mente. El rostro de su madre… ¿cómo eran exactamente sus ojos? La canción que su padre le cantaba para dormir… ¿cuál era la melodía? Eran recuerdos fundamentales, y sentía cómo sus bordes se volvían borrosos, como un dibujo bajo la lluvia.
—Kael… —su voz sonó débil, lejana—. Lo estoy olvidando. Lo estoy olvidando todo.
Él se volvió para mirarla, y por primera vez, Lyra vio una grieta en su fachada de hielo. Sus ojos grises mostraban una preocupación genuina, no por ella, sino por su misión.
—Concéntrate —le ordenó, pero su voz carecía de su dureza habitual—. Enfócate en algo sólido. En un recuerdo fuerte. Anclate.
Lyra cerró los ojos con fuerza, luchando contra la niebla que invadía su mente. Buscó desesperadamente un recuerdo lo suficientemente brillante, lo suficientemente potente como para resistir el drenaje del bosque. Y, inesperadamente, encontró uno. No era de su infancia, ni de su taller. Era del rostro de Kael cuando le mostró la Daga Lunaria. La intensidad de ese momento, la oleada de poder divino, el dolor ancestral… era una memoria tan vívida y cargada que la niebla mental retrocedió ligeramente.