Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 4: EL FUEGO Y EL HIELO

El Bosque de la Memoria Olvidada quedó atrás como un mal sueño, pero su frío residual se les había adherido al alma. Kael guio a Lyra a un claro pequeño, protegido por un anillo de rocas musgosas y el dosel tupido de unos pinos ancianos. Un arroyo cercano cantaba su canción constante, el sonido más reconfortante que Lyra había escuchado en su vida.

Sin una palabra, Kael desmontó y comenzó los metódicos movimientos de acampar. Cada acción era económica, precisa, sin un solo gesto de más. Lyra observó, todavía temblorosa, cómo desensillaba a los caballos con una eficiencia que hablaba de años de hacerlo en condiciones mucho peores. Ella se deslizó de la silla, las piernas débiles como gelatina, y se apoyó contra la corteza áspera de un pino, dejando que la solidez del árbol le recordara que el mundo todavía tenía cosas que no se desvanecían.

—Enciende un fuego —ordenó Kael, sin mirarla, mientras ataba su corcel a una rama baja.

Lyra parpadeó, la niebla del agotamiento nublando su mente. "¿Enciende un fuego?". Después de lo que acababan de pasar, después de que ella casi perdiera su propia mente, esa era su orden. Una chispa de la rabia que la había sostenido en su taller volvió a encenderse.

—¿No tienes un hechizo para eso, oh poderoso príncipe exiliado? —preguntó, y el cansancio hizo que su sarcasmo sonara más áspero de lo que pretendía.

Kael se detuvo, sus manos quietas sobre la cincha del caballo. Se volvió lentamente. A la luz del crepúsculo, su perfil parecía esculpido en granito.

—La magia atrae atención. El humo, si se controla, es menos sospechoso que un destello de poder no natural en la noche. Enciende el fuego. Es una tarea simple, incluso para una cartógrafa de ciudad.

El desdén en su última frase le dio la energía para moverse. Con movimientos torpes, juntó ramitas secas y hojas, amontonándolas en el centro del claro. Buscó en sus bolsillos sus pedernales y yesca, herramientas que siempre llevaba para sellar sus pergaminos con cera. Sus dedos aún temblaban ligeramente, y las chispas se negaban a prender la yesca. Frustrada, maldijo en un susurro.

Una sombra cayó sobre ella. Kael se arrodilló a su lado, su presencia grande y silenciosa. Le quitó los pedernales de las manos sin ceremonias. Con un solo golpe experto, una chispa brillante saltó y la yesca comenzó a arder inmediatamente. Sopló suavemente sobre las llamas embrionarias y las alimentó con ramitas más grandes hasta que un pequeño fuego crepitaba con vida, proyectando danzas de luz y sombra en su rostro.

Lyra lo observó. En el resplandor dorado, las líneas duras de su rostro se suavizaron. La cicatriz ya no parecía una marca de violencia, sino una grieta en una estatua, un recordatorio de una humanidad fracturada. Él no se movió, contemplando las llamas.

—¿Qué recuerdo perdiste? —preguntó, su voz tan baja que casi se perdió en el crepúpito del fuego.

La pregunta la tomó por sorpresa. Era íntima. Más íntima que cualquier orden o amenaza.

—No lo sé —respondió ella, abrazándose las rodillas—. Es como un agujero en una manta. Sabes que falta algo, puedes sentir el vacío, pero no puedes recordar la forma exacta del hilo que estaba allí. —Lo miró—. ¿Te importa?

Kael no respondió de inmediato. Alargó una mano y arrojó un palo más grande al fuego.

—Tu utilidad disminuye si pierdes tu mente —dijo, pero la respuesta sonó mecánica, un eco de su antigua actitud.

—Claro —murmuró Lyra, apartando la mirada, sintiendo una punzada de decepción que no tenía sentido. ¿Qué esperaba?

—Perdí el sonido de su risa —dijo él de repente, como si las palabras se le escaparan.

Lyra contuvo la respiración. No se atrevió a moverse.

—¿De quién?

—De mi hermano menor, Lorian —la voz de Kael era plana, pero Lyra, entrenada para escuchar los matices en las voces, captó el dolor infinito bajo la superficie—. Tenía una risa… contagiosa. Tonta. Como el sonido de los cencerros de las cabras en los mercados de verano. —Hizo una pausa—. Morvan me lo mostró. Usó un espejo negro que extrae los recuerdos y los devora. Me obligó a ver cómo se borraba. Fue el precio por mi primer intento fallido de derrocarlo.

Lyra sintió que se le encogía el corazón. No era solo la pérdida; era la crueldad. Robar un recuerdo no era como robar un objeto. Era robar un pedazo del alma.

—Lo siento —susurró, y esta vez lo decía en serio.

Kael se encogió de hombros, un movimiento forzado.
—Un recuerdo es un precio que vale la pena pagar —repitió sus propias palabras, pero ahora sonaban huecas, un mantra para mantener a raya la locura.

El silencio se extendió, pero ya no era incómodo. Estaba cargado de verdades compartidas. Lyra sacó un trozo de pan duro y queso de su mochila y lo partió por la mitad, ofreciéndoselo. Kael la miró, sorprendido, luego aceptó el alimento con un leve asentimiento.

—¿Dónde encontramos la primera Lágrima? —preguntó Lyra, mordiendo su pan.

—En las Piscinas de la Alegría Eterna —respondió Kael, su mirada perdida en las llamas—. Se dice que es un lugar donde la Diosa Lunaria fue feliz por un breve momento, mucho antes de que la traicionaran. Su alegría se cristalizó en el agua y se convirtió en la primera Lágrima.

—Suena… contradictorio. Buscar la Lágrima de la Alegría en un mundo lleno de tanta tristeza.

—La alegría es más poderosa cuando nace del dolor —dijo Kael, y por primera vez, Lyra vio un destello de algo más que un soldado o un vengador en sus ojos. Vio a un filósofo, a un hombre que había reflexionado profundamente sobre la naturaleza de lo que intentaba salvar—. Es la luz que se aprecia verdaderamente después de la oscuridad más profunda.

—¿Y cómo la encontraremos? Tu daga es un eco de su tristeza, no de su alegría.

—Ese —dijo Kael, y fue la primera vez que Lyra escuchó algo que se parecía a un desafío en su voz— será tu tarea, Cartógrafa. Tendrás que mapear el camino hacia la alegría usando el dolor como tu brújula. Es la única manera.




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