Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 5: EL PRIMER MAPA DEL DOLOR

El amanecer llegó no con un estallido de color, sino con una lenta y pálida dilución de la oscuridad. Una niebla baja se aferraba al suelo del claro, envolviendo los troncos de los árboles en mantos de algodón húmedo. Lyra despertó con los huesos agarrotados por el frío de la noche y la dura tierra, cada músculo protestando por el esfuerzo del día anterior y la inquietud de su sueño. Había soñado con risas que se desvanecían y ojos grises que contenían océanos de dolor.

Kael ya estaba en pie. Estaba de pie en el borde del claro, su espalda hacia ella, inmóvil como una estatua, contemplando la niebla que se arremolinaba. Parecía tallado en el paisaje mismo, una figura de leyenda y pesadilla. Lyra se estiró con disimulo, observándolo. La vulnerabilidad de la noche anterior se había esfumado, reemplazada por la fachada impenetrable del príncipe guerrero. Pero ya no le resultaba tan aterradora. Ahora veía las grietas, y saber que estaban ahí lo hacía más real, y de alguna manera, más peligroso.

—El agua del arroyo es potable —dijo él sin volverse, como si hubiera sentido su mirada—. Llena tus cantimploras. Nos vamos en diez minutos.

No era una sugerencia. Lyra obedeció en silencio, lavándose la cara con el agua helada que la despertó por completo. El hormigueo residual en su mano, donde había sostenido la Daga Lunaria, era un recordatorio constante de la tarea que tenía por delante. Mapear la alegría a través del dolor. La idea seguía pareciéndole una locura, una paradoja destinada al fracaso.

Cabalgando una vez más, el paisaje comenzó a cambiar. Los densos bosques de pinos dieron paso a colinas escarpadas y rocosas, salpicadas de arbustos espinosos y retorcidos. El aire se volvió más delgado y cortante. Kael guiaba con una confianza inquebrantable, como si llevara un mapa grabado en su mente. Lyra se preguntó, no por primera vez, cuántas veces había recorrido este camino, y en qué estado había regresado.

Al cabo de varias horas de ascenso silencioso, Kael detuvo su caballo en una meseta rocosa que se abría a un vasto valle cubierto de niebla.

—Aquí —anunció, desmontando.

—¿Aquí qué? —preguntó Lyra, mirando a su alrededor. No había nada excepto rocas, cielo y la interminable extensión de bruma debajo de ellos.

—El lugar es neutral —explicó Kael, acercándose a ella—. Lejos de las distorsiones del Bosque del Olvido, pero lo suficientemente expuesto para que ningún eco emocional residual de asentamientos mortales interfiera. Es una pizarra en blanco. Será más fácil para ti… o más difícil. —Desabrochó la Daga Lunaria de su cinturón—. Es hora.

Lyra sintió un vuelco en el estómago. Tomó la daga con manos que intentó mantener firmes. El contacto fue inmediato, menos abrumador que la primera vez, pero igual de profundo. El frío no era el del hielo, sino el del espacio interestelar, un vacío antiguo y triste. Cerró los ojos, conteniendo la respiración, y dejó que las sensaciones la inundaran.

No eran visiones claras esta vez, sino sensaciones puras. Una pérdida tan colossal que eclipsaba cualquier dolor humano. La sensación de una promesa rota, de una confianza traicionada no por maldad, sino por la cruel e inmutable naturaleza del tiempo y el destino. Era la tristeza de un dios, y era tan vasta que amenazaba con ahogar la propia conciencia de Lyra. ¿Cómo podría existir algo de alegría en este abismo?

—No luches contra ella —la voz de Kael llegó a ella, distante pero clara, un ancla en el océano de dolor—. No nades contra la corriente. Déjate llevar. En la mayor tristeza, siempre hay un recuerdo de lo que se perdió. Y ese recuerdo, por definición, fue una vez una alegría. Búscala.

Su palabras eran un faro. Lyra dejó de resistir la tristeza. En lugar de eso, se sumergió en ella. Dejó que el dolor la atravesara, llorando en silencio por una pérdida que no era suya. Y entonces, en medio de la oscuridad, lo encontró.

No era un destello de luz. Era… un susurro. Una sensación de peso en la palma de la mano, no de la daga, sino de una mano imaginaria que sostenía otra. La calidez de unos dedos entrelazados con los suyos. No era el fuego apasionado del amor mortal, sino una calma profunda, una certeza serena de pertenencia. Era el recuerdo de una unión, de una compañía que había hecho que la inmensidad del cosmos se sintiera como un hogar. Y por un instante, antes de que la traición lo empañara todo, había sido pura, incontaminada alegría.

Esa alegría, condenada y teñida de dolor, era increíblemente poderosa. Era un diamante formado bajo una presión inimaginable.

Con un jadeo, Lyra abrió los ojos. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero su mano, que sostenía la daga, estaba firme. Con su otra mano, ya estaba sacando un pergamino y su frasco de esencia lunar.

—Lo tengo —susurró, su voz ronca por las lágrimas no derramadas—. La tengo.

Se arrodilló en la roca, desplegando el pergamino. Sumergió su pluma de plata en la esencia, pero no tocó el papel de inmediato. Cerró los ojos de nuevo, buscando esa sensación de calidez, de unión serena. No era un lugar lo que buscaba, era una vibración, una firma emocional congelada en el tiempo.

Su mano comenzó a moverse.

No dibujó montañas ni ríos. Trazó ondas de energía, patrones de sentimiento puro. El mapa que surgió no era de un territorio físico, sino de un paisaje emocional. Era abstracto, caótico a primera vista, pero para quien supiera leerlo, cuenta una historia. Una línea dorada y serpenteante representaba el rastro de esa alegría primordial. Se entremezclaba con gruesas y oscuras manchas de la tristeza que la había seguido, como la noche sigue al día. El mapa era desgarradoramente bello, la cartografía de un corazón divino roto.

El esfuerzo fue inmenso. Sudaba, y un fino hilo de sangre le goteaba de la nariz, el costo físico de canalizar una emoción tan poderosa. Pero no se detuvo. Siguió la tenue hebra dorada a través del tormento negro, buscando el punto de origen, el lugar donde ese momento de alegría había sido tan intenso que había dejado una cicatriz permanente en el mundo.




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