Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 6: EL UMBRAL DE LA TRISTEZA ETERNA

El mapa de Lyra no señalaba un sendero, sino una dirección, una brújula interna que tiraba de su espíritu. Durante dos días cabalgaron hacia los imponentes picos de las Montañas del Lamento, llamadas así no por el viento que silbaba entre sus cumbres, sino por la cualidad misma del aire que se volvía cada vez más pesado y opresivo a medida que ascendían. No era el vacío del Bosque del Olvido, sino una presión palpable, como sumergirse en las profundidades de un océano de melancolía.

La exuberante vida de las colinas bajas había dado paso a un paisaje austero y conmovedor. Los árboles, retorcidos y con la corteza pálida, se inclinaban en la misma dirección, como si intentaran escapar de una tristeza perpetua. No cantaban pájaros. No zumbaban insectos. Solo el suspiro constante del viento, que sonaba menos como aire en movimiento y más como el último aliento de un gigante moribundo.

Kael se había vuelto aún más silencioso, si eso era posible. Sus nudillos estaban blancos sobre las riendas, y Lyra podía ver la tensión en su mandíbula, apretada como un tornillo de banco. No era el silencio del guerrero concentrado, sino el de un hombre que libraba una batalla feroz en su interior. El dolor de la Daga Lunaria, que Lyra solo había sostenido por momentos, era para él una presencia constante, un recordatorio que llevaba pegado al cinturón.

—¿Lo sientes? —preguntó Lyra en un susurro, incapaz de soportar el silencio un momento más. Su propia voz le pareció irreverente, como hablar en una catedral vacía.

Kael asintió, una vez, sin mirarla.
—Es como… una canción. Una canción de lamento que solo puedes escuchar con los huesos. —Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con una dificultad que no le era habitual—. Me recuerda al salón del trono de mi padre, el día que Morvan se reveló. El silencio después del… después de la traición. Ese peso.

Lyra lo miró con comprensión. Para ella, la tristeza era un eco divino, aterrador por su escala, pero ajena. Para Kael, era un espejo de su propio trauma, amplificado mil veces. Él no solo sentía la tristeza de la Diosa; resonaba con la suya propia.

Al tercer día, llegaron a un desfiladero que cortaba la montaña como una cicatriz hecha por los dioses. Las paredes de roca eran de un negro azabache, lisas y reflectantes como obsidiana pulida. Pero no reflejaban sus caras. Al acercarse, Lyra vio que las paredes mostraban escenas borrosas y cambiantes de pérdida y desesperación. Eran ecos de los dolores de todos los que habían pasado por allí, atrapados en la piedra para siempre.

Y en la entrada del desfiladero, la atmósfera cambió por completo.

Era como caminar a través de una cortina de agua invisible, pero en lugar de mojarse, uno se empapaba de una angustia tan profunda y pura que le quitaba el aliento. Lyra jadeó, sintiendo que el peso de cada recuerdo triste que había cartografiado, cada lágrima que había sentido indirectamente, caía sobre sus hombros a la vez. Una oleada de náuseas la recorrió.

—No puedo… —jadeó, doblando la cintura, las lágrimas brotando involuntariamente de sus ojos—. Es demasiado.

Miró a Kael. Él estaba de pie, pero apenas. Temblaba de pies a cabeza, su rostro era una máscara pálida de agonía. Sus ojos, fijos en la oscuridad del desfiladero, estaban vidriosos, mirando hacia adentro.

—Lorian… —susurró, una palabra rota, desgarrada de lo más profundo de su ser.

Lyra supo entonces que la barrera no era física. Era empática. Amplificaba el dolor que ya llevabas dentro hasta que te consumía. Kael, con su alma llena de cicatrices frescas y antiguas, estaba al borde del colapso.

"Nadie que lleve dolor en el corazón puede entrar", le había dicho. Se había equivocado. No se trataba de no llevar dolor. Se trataba de no ahogarse en él.

—Kael —dijo, su voz temblorosa pero urgente. Él no respondió, perdido en sus fantasmas—. ¡Kael!

Avanzó contra la presión, cada paso una batalla. Le agarró el brazo. Estaba rígido como el mármol.

—Tienes que luchar —le suplicó, gritando ahora contra el lamento silencioso que llenaba el aire—. No es real. Es un eco. ¡Es el pasado!

—Es mi culpa —murmuró él, y su voz era la de un niño perdido—. Yo debería haberlo protegido. Yo lo llevé allí.

Lyra sintió una punzada de terror. No era solo la tristeza de la Diosa. Era la culpa de Kael, su dolor más profundo, el que lo había convertido en el hombre de hielo que era ahora. Y la barrera se alimentaba de ello.

Una idea, desesperada y probablemente estúpida, brotó en su mente. No podía cartografiar esto. No podía luchar contra esta tristeza con más tristeza. La lógica de la barrera era perfecta. La única forma de atravesarla… era no luchar.

Se aferró a la idea como a un salvavidas.

Se colocó frente a Kael, agarrando su rostro entre sus manos. Lo obligó a mirarla. Sus ojos grises estaban velados, llenos de un dolor que la traspasó.

—Escúchame —dijo, clavando su mirada en la de él, proyectando toda su fuerza de voluntad—. No vamos a luchar contra ello. No vamos a intentar ser fuertes. —Inspiró profundamente, permitiendo que la ola de tristeza la atravesara, aceptándola—. Vamos a sentirlo. Juntos.

Y entonces, hizo algo que nunca había hecho con un recuerdo que no fuera suyo. No lo cartografió. Lo sintió. Abrió su don, no como un canal unidireccional, sino como un puente. Dejó que el dolor de Kael—la culpa desgarradora, la rabia impotente, el amor fracturado por su hermano—fluyera hacia ella.

Fue como ser apuñalada por dentro. Gritó, un sonido corto y ahogado, pero no soltó su rostro. Permaneció allí, absorbiendo el veneno de su culpa, compartiendo la carga. Al mismo tiempo, empujó hacia él sus propios sentimientos. No era mucho, en comparación, pero era real: su miedo a perder su identidad, su rabia por haber sido arrancada de su vida, la soledad de cargar con un don que nadie más entendía, y… y una chispa de compasión por el príncipe roto que tenía delante.




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