La paz del valle oculto era una burbuja, y al salir de ella, el mundo exterior les golpeó con la fuerza de una puñalada traicionera. No era solo el regreso del viento frío de la montaña o la aspereza del paisaje. Era una cualidad en el aire, una tensión eléctrica y maligna que no existía antes. El éxito de su misión había enviado ondas a través de las corrientes mágicas del reino, y alguien—o algo—las había sentido.
Kael se detuvo en seco, justo más allá del umbral invisible del valle. Su mano se cerró instintivamente alrededor del pomo de su espada. Su rostro, que por un fugaz momento en la laguna había mostrado una vulnerabilidad casi juvenil, era de nuevo una máscara de granito, pero sus ojos escudriñaban los riscos y sombras con una intensidad renovada.
—Algo ha cambiado —murmuró, su voz un susurro áspero que cortaba el silencio—. El silencio no es natural. Es una emboscada.
Lyra no necesitaba su don para sentirlo. Donde antes solo había existido la tristeza pasiva de la montaña, ahora había una intención acechante. Un olor débil a cenizas y ozono, el rastro de una magia corrupta, se aferraba al aire. La Lágrima de la Alegría, segura en su bolsillo interior, parecía latir con una advertencia silenciosa, su calor reconfortante ahora mezclado con un pulso de ansiedad.
—¿Morvan? —preguntó, bajando la voz también.
—Sus siervos —corrigió Kael, sin mover la cabeza, sus ojos barriendo constantemente el terreno—. Los Cazadores de Sombras. Bestias forjadas de pesadillas y magia oscura. Son sus oídos, sus ojos y sus garras en los territorios salvajes. La activación de la Lágrima los habría atraído como buitres a un cadáver.
Comenzaron a descender por un sendero estrecho y serpenteante, flanqueado por precipicios traicioneros. La confianza que se habían forjado en el valle se transformó en una vigilancia compartida y silenciosa. Lyra ya no miraba solo el camino; sus sentidos, afinados por años de percibir las sutiles texturas de la emoción, estaban alerta a cualquier mancha de malicia en el ambiente. Kael caminaba delante, su espalda ancha un escudo vivo para ella, cada músculo listo para la violencia.
Fue Lyra quien lo sintió primero. No una imagen, no un sonido, sino una oleada de hambre. Una avidez vacía y fría que no provenía de un estómago, sino de un alma distorsionada. Era la antítesis de la calidez de la Lágrima.
—¡Kael! —logró advertir, justo cuando las sombras al pie del acantilado se desprendieron de las rocas y cobraron vida.
Eran tres. Más altas que un hombre, sus formas eran fluidas y oscuras, como humo espeso modelado en la aproximación de lobos esqueléticos. No tenían ojos, solo huecos vacíos que absorbían la luz, y sus garras eran de una oscuridad tan profunda que parecían cortar la realidad misma. El aire a su alrededor se enfrió drásticamente.
—¡No mires a sus ojos! —rugió Kael, desenvainando su espada larga con un sonido metálico que fue un desafío—. ¡Su mirada puede congelar el alma!
Los Cazadores de Sombras atacaron con un silencio aterrador. No hubo gruñidos, solo el susurro siniestro de sus cuerpos etéreos desplazándose. Kael se lanzó hacia adelante, su espada un torbellino plateado. Donde la hoja golpeaba, la oscuridad de las criaturas se desvanecía con un silbido, como metal al rojo vivo sumergido en agua, pero se reformaban casi al instante. No luchaba para matar, sino para contener, para mantener a raya a las bestias que intentaban rodear a Lyra.
Lyra se apretó contra la pared del acantilado, el corazón golpeándole el pecho. No tenía armas, no tenía forma de luchar. Pero tenía su don. Y podía sentir la naturaleza de estas criaturas. No eran seres vivos; eran constructos, manifestaciones de magia oscura alimentada por emociones robadas. Y en su núcleo, percibió el tenue hilo que las conectaba con su creador, un hilo de voluntad maligna que las sostenía.
—¡Kael! —gritó, esquivando una garra que destrozó la roca donde había estado su cabeza—. ¡No son reales! ¡Son ecos! ¡Tienes que cortar su conexión!
Kael no respondió con palabras. Con un gruñido de esfuerzo, esquivó un embate y clavó su espada en el centro de masa de un Cazador. La criatura se desvaneció, pero como era de esperar, comenzó a reformarse de inmediato. Pero esta vez, Kael no retrocedió. Siguió el consejo de Lyra. En lugar de concentrarse en la forma, cerró los ojos por un instante, confiando en sus otros sentidos, y empujó con su voluntad a través de la hoja, no contra la sombra, sino contra el vacío que la controlaba.
Un grito agudo, no de esta dimensión, llenó el aire. El Cazador de Sombras no se reformó. Se deshizo en una nube de chispas negras que se desvanecieron en la nada.
—¡Sí! —gritó Lyra, un destello de triunfo en su voz.
Pero la distracción fue un error fatal.
Mientras Kael luchaba contra el segundo Cazador, el tercero, el más astuto, se había deslizado por la sombra profunda de un saliente rocoso y emergió justo detrás de Lyra. Ella lo sintió demasiado tarde. Un frío paralizante, la promesa de la nada absoluta, se apoderó de su espalda. Se dio la vuelta, y se encontró cara a cara con los huecos vacíos de la bestia. Una garra hecha de pura oscuridad se alzó para golpear.
—¡LYRA!
El grito de Kael no fue de advertencia, sino de terror puro. Un sonido que ella no le creía capaz de producir.
Él se abalanzó, abandonando por completo su propia defensa. Ignoró al Cazador que tenía frente a él, cuya garra le desgarró el brazo, desgarrando la armadura de cuero y abriendo un feo corte en su carne. La espada de Kael atravesó el aire y se clavó en el lomo del Cazador que amenazaba a Lyra justo cuando su garra bajaba.
La criatura se desintegró con el mismo chillido sobrenatural.
Pero el precio ya estaba pagado.
Kael cayó de rodillas, jadeando. La herida de su brazo no solo sangraba profusamente; los bordes de la carne alrededor del corte estaban negros y necróticos, como si la oscuridad misma lo estuviera envenenando. Su rostro estaba pálido, contraído por un dolor que iba más allá de lo físico.