Cada paso del caballo de Kael era un martilleo en el cráneo de Lyra, un recordatorio de que el tiempo se agotaba. Él se aferraba a la silla de montar, la conciencia fluctuando entre oleadas de agonía nauseabunda y una fría claridad. El brazo herido, ahora vendado de manera tosca con tiras de la capa de Lyra, colgaba inútil a su costado. La necrosis oscura, como tinta derramada sobre papel pergamino, se extendía lentamente más allá de los bordes del vendaje.
—No… no podemos ir a un pueblo —logró decir Kael, su voz ronca y quebrada por el dolor—. Morvan tendrá espías… en todas partes. Buscará a un hombre herido… y a una mujer.
—No vamos a un pueblo —respondió Lyra, su voz tensa pero firme mientras tiraba de las riendas, guiando al caballo a través de un lecho de rocas que descendía hacia un barranco boscoso—. Recuerdo un lugar. De un mapa que hice hace años. Para un cazador que se perdió.
Su mente, su herramienta más preciada, trabajaba a toda velocidad. Revisaba los mapas mentales que había creado a lo largo de su vida, descartando lugares expuestos, inseguros o demasiado cerca de la civilización. Finalmente, encontró el recuerdo: una cueva detrás de una cascada, lo suficientemente escondida, con una entrada angosta y un manantial de agua dulce en el interior. El cazador, agradecido, le había dado las coordenadas precisas.
—La Cascada del Lamento Susurrante —murmuró, ajustando su rumbo—. Está a menos de una hora. Aguanta, Kael.
—No me… queda… otra opción —jadeó él, y Lyra detectó un atisbo de su antiguo humor seco, lo que le dio un destello de esperanza.
La caminata fue una pesadilla. Cada crujido de una rama, cada grito de un animal nocturno, hacía que el corazón de Lyra se acelerara. Sentía los ojos invisibles de Morvan sobre ellos, sintiendo la debilidad de Kael como un sabueso huele la sangre. Ella, que siempre había trabajado con los ecos del pasado, ahora estaba paralizada por el miedo al futuro.
Cuando finalmente encontraron la cascada, un velo de agua plateada que caía sobre rocas musgosas, fue como ver un oasis. La entrada detrás de ella era estrecha, justo como recordaba. Con un esfuerzo supremo, logró desmontar a Kael y, casi arrastrándolo, lo llevó a la seguridad relativa de la cueva.
El interior era fresco y húmedo, pero estaba intacto. Un pequeño manantial burbujeaba en un rincón, y el sonido de la cascada ahogaba cualquier ruido que pudieran hacer. Lyra lo acomodó lo más cómodamente posible contra una pared de roca, usando sus propias mantas como almohada. A la tenue luz que se filtraba a través de la cortina de agua, el rostro de Kael era cadavérico. Los labios se le estaban agrietando y los círculos oscuros bajo sus ojos parecían moretones.
—Lyra… —susurró, su mirada vidriosa buscándola—. La Lágrima… sácala.
Ella, confundida, obedeció. Sacó la pequeña bolsa de terciopelo y dejó que la Lágrima de la Alegría rodara sobre su palma. Su luz dorada bañó la cueva, proyectando sombras danzantes. Era un contraste cruel con la oscuridad que consumía a Kael.
—No… para mí —aclaró él, con dificultad—. Para ti. Su luz… aleja a las bestias menores… a los rastreadores. Te protegerá… si yo…
—¡Cállate! —lo interrumpió Lyra, con más fuerza de la que pretendía. Las lágrimas le nublaban la visión—. No digas eso. No me rendiré. No después de todo.
Guardó la Lágrima, no por miedo, sino porque una idea comenzaba a tomar forma en su mente, una idea tan aterradora como imposible. Se arrodilló frente a él y con manos que apenas temblaban, quitó el vendaje.
La herida era peor de lo que recordaba. La piel alrededor estaba negra y crujiente, y unas venas oscuras como telarañas se extendían desde ella, subiendo por su hombro y hacia su pecho. No era una infección física; era una corrupción espiritual, un veneno para el alma.
—Tienes que… irte —jadeó Kael, su respiración se hacía más superficial—. Lleva la Lágrima… completa la misión.
—No sin ti —declaró Lyra, y su voz no dejaba lugar a dudas. Tomó su mochila y sacó su equipo de cartógrafa: un pergamino virgen, su pluma de plata y el frasco de esencia lunar—. Y no voy a irme a ninguna parte. Voy a cartografiar esta maldición.
Kael abrió los ojos, alarmado.
—No… es demasiado peligroso. La oscuridad… puede corromperte.
—Ya me has corrompido —dijo ella, con una sonrisa triste—. Me acostumbré a tenerte cerca. Así que, de una forma u otra, voy a entrar en esa herida y voy a encontrar una manera de sacarte de allí.
Preparó sus herramientas con una calma que no sentía. Esto era diferente a todo lo que había hecho antes. No estaba mapeando un recuerdo, ni un lugar, ni siquiera una emoción pura. Estaba a punto de cartografiar una enfermedad del espíritu. No tenía ni idea de si funcionaría, o si en el proceso, la oscuridad de Morvan la consumiría a ella también.
Mojó la pluma en la esencia lunar. Luego, con un suspiro tembloroso, apoyó la punta de sus dedos en los bordes ennegrecidos de la herida de Kael.
El dolor que la atravesó fue cegador. No era físico, sino existencial. Era la sensación de que toda esperanza era inútil, de que el amor era una debilidad y la traición era la única verdad del universo. Era el eco de la magia de Morvan, un veneno diseñado para matar no el cuerpo, sino la voluntad de vivir.
Jadeando, Lyra cerró los ojos con fuerza y comenzó a dibujar.
El mapa que surgió en el pergamino era una pesadilla. No tenía la belleza abstracta del mapa de la Diosa. Era caótico, retorcido, lleno de espirales oscuras y callejones sin salida. Era la cartografía de la desesperación. Cada línea que trazaba era una batalla, un forcejeo contra la voz susurrante en su mente que le decía que se rindiera, que Kael estaba perdido, que todo era inútil.
Pero cada vez que esa voz ganaba fuerza, Lyra aferraba un recuerdo. No de alegría, sino de Kael. De su terquedad. De la manera en que la miraba cuando resolvía un problema de cartografía. De la solidez de su mano en la suya. De la forma en que había gritado su nombre, no el de una cartógrafa, sino su nombre, con un pavor desgarrador.