La cueva detrás de la cascada se convirtió en su mundo. Un mundo reducido al sonido constante del agua, al goteo lejano en la roca y a los jadeos entrecortados de Kael. La contención de la herida era un milagro frágil, un dique de papel contra un océano de oscuridad. No había sanado; simplemente había dejado de expandirse, y el precio fue el agotamiento total de Lyra.
Ella pasó las siguientes cuarenta y ocho horas en un estado de vigilia brumosa. Dormitaba sentada, despertando sobresaltada con cada sonido fuera de lo común—el crujido de una rama, el grito de un búho—solo para encontrar a Kael sumido en un sueño inquieto, su rostro pálido y sudoroso a la luz parpadeante de la Lágrima de la Alegría, que Lyra había colocado en una grieta de la roca como su única lámpara.
Su propio cuerpo le recordaba el costo de su hazaña. Un dolor de cabeza sordo y persistente se había instalado detrás de sus ojos, y cuando cerraba los ojos, veía destellos del mapa de pesadilla que había dibujado, las espirales oscuras grabadas en su mente como una cicatriz. Había cartografiado la desesperación, y parte de ella se le había pegado.
Al tercer día, Kael despertó.
No fue un despertar suave. Fue un regreso violento a la conciencia, con un jadeo áspero y un espasmo que recorrió su cuerpo. Sus ojos se abrieron de par en par, desenfocados y llenos de pánico por un instante, antes de clavarse en Lyra, que estaba a su lado, dándole sorbos de agua de un cuenco de madera tallado toscamente.
—Tranquilo —murmuró ella, su voz ronca por la falta de sueño—. Estás a salvo.
Él intentó incorporarse, pero un acceso de tos débil pero doloroso lo sacudió, haciendo que se llevara la mano sana al pecho. La frustración nubló su mirada. Kael, el guerrero, el príncipe, estaba postrado, vulnerable, y lo odiaba.
—¿Cuánto tiempo? —logró pregantar, su voz un crujido áspero.
—Tres días —respondió Lyra—. La oscuridad… está contenida. Pero no ha retrocedido.
Él asintió lentamente, su mirada recorriendo la cueva, evaluando su situación con la mente táctica que no había perdido. Sus ojos se detuvieron en el rostro pálido y ojeroso de Lyra, en la fina línea de tensión alrededor de su boca.
—¿Qué hiciste? —preguntó, su tono era más suave, casi temeroso de la respuesta.
Lyra bajó la mirada hacia sus manos, que aún temblaban ligeramente.
—Un mapa. Cartografié tu herida. Encontré el núcleo… el recuerdo que la magia oscura estaba usando. Lo aislé.
Kael la miró con incredulidad. Había visto a los mejores sanadores de su reino sucumbir ante el toque de un Cazador de Sombras. Y ella, una cartógrafa, había hecho lo imposible no con hierbas o hechizos, sino con tinta y pergamino.
—Era… un riesgo… —dijo, y en su voz no había reproche, sino una preocupación profunda que le caló a Lyra hasta los huesos.
—Todos los riesgos valen la pena —respondió ella, alzando la mirada para encontrarse con la de él. No era una declaración romántica, sino una verdad simple y cruda.
Él sostuvo su mirada, y el aire en la cueva se cargó de algo pesado y sin palabras. La gratitud, la admiración y algo más indescriptible pasaron entre ellos en ese silencio. Finalmente, Kael rompió el contacto visual, su orgullo luchando contra su debilidad.
—Morvan sabe que estoy herido —murmuró, mirando la cortina de agua que ocultaba la entrada—. No enviará a más Cazadores. Serán más… directos. Cazadores de hombres. Mercenarios. No podemos quedarnos aquí.
—No podemos moverte —protestó Lyra—. Apenas puedes sentarte.
—Tenemos que hacerlo —insistió él, con un destello de su antigua terquedad—. Esta cueva es una tumba si nos encuentran. Necesitamos… un lugar más seguro. Un lugar que Morvan no se atreva a profanar.
Lyra frunció el ceño. ¿Qué lugar del reino sería sagrado para un usurpador sin escrúpulos?
Kael leyó la pregunta en su rostro.
—El Santuario de la Luz Pálida —dijo—. Un antiguo templo dedicado a la Diosa Lunaria, escondido en los pantanos de Bruma Lúgubre. Está consagrado. La magia oscura de Morvan es débil allí. Sus siervos lo evitan.
—Los pantanos… —repitió Lyra, con un escalofrío. Los pantanos de Bruma Lúgubre eran un lugar de pesadillas, lleno de criaturas traicioneras y tierras movedizas. Llegar allí con Kael en su estado sería una locura.
—Es nuestra única esperanza —dijo Kael, y su voz cargada de urgencia—. Allí podré recuperar fuerzas. Allí… podremos planear cómo encontrar la segunda Lágrima.
—La Lágrima de la Ira —murmuró Lyra, recordando la leyenda.
Kael asintió, una sombra pasando por su rostro.
—Se dice que se cristalizó cuando la Diosa, en su dolor, volvió su furia contra aquellos que la traicionaron. Se encuentra en las Ruinas de la Capital Antigua, el lugar donde mi familia… donde todo comenzó.
El peso de sus palabras cayó sobre Lyra. No solo iban a un lugar peligroso; iban directamente al corazón del trauma de Kael, al lugar donde su hermano había muerto y su mundo se había derrumbado.
—Kael… —empezó ella, pero él negó con la cabeza.
—No hay otro camino. La Ira debe ser domada, no negada. Y para enfrentarla… —hizo una pausa, tomando aliento—… necesito estar completo. O al menos, lo suficientemente fuerte para no ser una carga para ti.
"Nunca serías una carga", pensó Lyra, pero no lo dijo. En cambio, asintió. La decisión estaba tomada.
Los siguientes dos días fueron un lento y agonizante proceso de preparación. Lyra salía de la cueva con cautela, cazando pequeños animales con trampas y recolectando bayas y raíces comestibles, siempre con el oído alerta y el corazón en un puño. Fortaleció a Kael con caldos y tés de hierbas, y aunque la debilidad no lo abandonaba, un tenue color regresó a sus mejillas.
La mañana de la partida, Lyra ayudó a Kael a ponerse de pie. Se tambaleó, apoyándose pesadamente en ella, su brazo bueno alrededor de sus hombros. Su proximidad era abrumadora. Lyra podía sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa, el olor a tierra, sudor y hierbas medicinales que lo envolvía. Era una intimidad forzada por la necesidad, pero no por eso menos electrizante.