Salir de la cueva fue como nacer de nuevo en un mundo hostil. La luz del día, filtrada por un cielo plomizo, les pareció demasiado brillante, demasiado expuesta. Cada sonido—el crujir de sus propias botas sobre la hojarasca, el grito lejano de un halcón—sonaba como una alarma. Kael, con el brazo aún inútil y el cuerpo consumido por la fiebre que seguía a la herida contenida, se apoyaba en Lyra con un peso que era tanto físico como emocional. Ella, convertida en su bastón y su vigía, sentía cada uno de sus espasmos de dolor, cada jadeo contenido.
El viaje hacia los pantanos de Bruma Lúgubre fue una marcha lenta y agonizante. Evitaban los caminos, moviéndose por las sombras de los bosques, por barrancos ocultos. Lyra guiaba con una determinación férrea, consultando el mapa de su memoria y el tenue pulso de la Lágrima de la Alegría, que ahora guardaba en una bolsa colgada de su cuello, como un talismán contra la desesperación que intenta colarse en sus corazones.
Kael apenas hablaba. Conservaba su energía para poner un pie delante del otro, pero su silencio no era el de antes, no era de piedra o desdén. Era el silencio de la concentración, de un hombre que forcejeaba por cada bocanada de aire, por cada latido de su corazón contra el veneno que aún dormía en su sangre. Y en los raros momentos en que alzaba la mirada, sus ojos no escudriñaban el horizonte con la arrogancia del cazador, sino que se posaban en Lyra con una intensidad nueva, una mezcla de asombro y una deuda que sabía que nunca podría saldar.
—Debemos… descansar —jadeó Kael al cabo de varias horas, su voz un hilo de voz.
Lyra asintió, guiándolo hacia un grupo de rocas cubiertas de musgo junto a un arroyo turbio. Mientras él se desplomaba, jadeando, ella se mantuvo en pie, escaneando el perímetro con los sentidos alerta. Su don, tan agudizado por el peligro, sentía la vida a su alrededor—el miedo tímido de los conejos, la paciencia letal de un zorro—pero también sentía algo más. Una sensación de vigilancia. No la hambrienta de los Cazadores de Sombras, sino la fría y paciente de un depredador inteligente.
—¿Crees que nos siguen? —preguntó en un susurro, ofreciéndole a Kael su cantimplora.
Él bebió un sorbo y negó con la cabeza, con esfuerzo.
—No… aún. Morvan preferirá… tender una emboscada en un lugar de su elección. Los pantanos… son ese lugar. Sabe que es nuestro único refugio.
La certeza en su voz era aterradora. Estaban caminando directamente hacia una trampa, pero no tenían alternativa. Era la trampa o la muerte segura al aire libre.
Al segundo día, el terreno comenzó a cambiar. El aire se volvió pesado y húmedo, cargado con el olor a tierra podrida y agua estancada. Los árboles altos dieron paso a sauces llorones con ramas como garras esqueléticas y cipreses cuyas raíces se retorcían fuera del agua fangosa como serpientes petrificadas. Habían llegado a los lindes de Bruma Lúgubre.
Una niebla baja, no blanca sino de un sucio color amarillo grisáceo, se arremolinaba entre los troncos de los árboles, reduciendo la visibilidad a unos pocos metros. Los sonidos se amortiguaron, creando una inquietante cacofonía de susurros y salpicaduras lejanas. Era un lugar que parecía contener la respiración.
—La niebla… —murmuró Kael, deteniéndose—. No es natural. Nubla la mente. Haz que te duela… recordar.
Lyra lo sintió de inmediato. Era una versión más suave pero más insidiosa del Bosque del Olvido. No borraba los recuerdos, sino que los desdibujaba, haciendo que las caras de sus seres queridos se volvieran borrosas, que las canciones de su infancia perdieran su melodía. Para Kael, cuyos recuerdos ya estaban teñidos de dolor y culpa, debía ser una tortura.
—No te aferres —le aconsejó Lyra, apretándole el brazo—. Déjalo fluir. Concéntrate en lo que está aquí. En mi voz. En el sonido de nuestros pasos.
Él asintió, apretando los dientes. Pero su mirada se volvió más distante, más atormentada. La niebra no solo afectaba la memoria; amplificaba las emociones negativas. Lyra podía sentir la culpa de Kael creciendo como una marea negra dentro de él, alimentada por el veneno de su herida y la magia corrupta del pantano.
Caminaron durante lo que pareció una eternidad, cada paso una batalla contra el terreno traicionero y la niebla mental. Lyra tanteaba el suelo con un palo largo, evitando las pozas de agua negra que parecían no tener fondo. De vez en cuando, formas pálidas y alargadas se movían bajo la superficie, desapareciendo antes de que pudieran distinguirlas.
Fue entonces cuando la niebla frente a ellos se espesó, tomando forma. No era una bestia, sino una ilusión. Una figura. Un niño de cabello oscuro, con los ojos brillantes y una sonrisa que Lyra solo conocía por el doloroso eco que había cartografiado en la herida de Kael.
Lorian.
Kael se detuvo en seco, un temblor recorriendo todo su cuerpo.
—No… —susurró, su voz quebrada—. No es real.
La figura del niño sonrió, una sonrisa triste y condenada.
—¿Por qué no me salvaste, Kael? —la voz no era más que un susurro en la niebla, pero cortó a Kael más profundamente que cualquier espada—. Podrías haberlo hecho. Eras el mayor. El fuerte. Y me fallaste.
—Es una ilusión, Kael —urgió Lyra, girándolo para que la mirara a ella, pero sus ojos estaban clavados en el fantasma—. ¡Es el pantano! ¡Usa tu dolor en tu contra!
—Ahora estás débil —continuó el susurro, y la figura de Lorian comenzó a desvanecerse, goteando como cera—. Débil y roto. ¿Cómo vas a salvar a tu reino si no pudiste salvar a tu propio hermano?
Kael emitió un sonido gutural, un mezcla de rabia y agonía. La oscuridad en su herida pareció palpitar en respuesta. Lyra sintió cómo su control, el frágil círculo de luz que había dibujado en su mapa, se resquebrajaba bajo la presión.
—¡Kael, por favor! —gritó ella, agarrándole la cara—. ¡Él no diría eso! ¡Tú lo sabes! Lo amabas. ¡Recuerda la verdad! ¡Recuerda su risa!