La paz del santuario era una droga dulce y adictiva, pero la urgencia de su misión pronto les recordó su amargo sabor. Al amanecer del tercer día, Kael se puso de pie sin ayuda. Su rostro aún estaba demarcado por la fatiga y el dolor, pero sus ojos, ahora despejados de fiebre y culpa, brillaban con una determinación que Lyra no había visto antes. La herida en su brazo seguía siendo una mancha violácea y necrótica, pero el veneno parecía haberse aquietado, contenido por la magia del santuario y, sospechaba Lyra, por la nueva paz que había encontrado en su interior.
—Es hora —anunció Kael, su voz resonando suavemente en la cúpula de piedra. Su mirada se encontró con la de Lyra, y un entendimiento silencioso pasó entre ellos. No había necesidad de palabras grandiosas. El beso, las confesiones, habían sellado su alianza en algo más profundo. Eran un equipo, un corazón que latía en dos pechos.
Lyra asintió, guardando sus cosas. El peso de la Lágrima de la Alegría contra su pecho era un recordatorio constante de lo que estaba en juego, pero ya no sentía la presión aplastante de antes. Ahora sentía una responsabilidad compartida.
Salir del santuario fue como salir del vientre de un mundo y entrar en otro. La paz se desvaneció, reemplazada por la opresiva humedad y los susurros mentales del pantano. Pero algo había cambiado en ellos. Kael caminaba con una postura más erguida, su mano sana buscando a menudo el contacto con el brazo de Lyra, no por necesidad de apoyo, sino como un recordatorio táctil de su presencia. Lyra, por su parte, sentía una calma interior que nunca antes había conocido. Había cartografiado el corazón de Kael y había encontrado un hogar allí.
El viaje a las Ruinas de la Capital Antigua fue sombrío. El paisaje se volvió más yermo, los árboles retorcidos dando paso a llanuras de tierra agrietada y rocas negras. Un viento constante y lúgubre soplaba, llevando consigo el polvo de un imperio olvidado y el eco de un pasado sangriento. Kael se volvió cada vez más callado a medida que se acercaban, su mirada fija en el horizonte con una intensidad que era casi dolorosa de ver.
—No fuiste claro —dijo Lyra finalmente, rompiendo el silencio que se había vuelto demasiado pesado—. ¿Qué pasó aquí, Kael? ¿Realmente?
Él no respondió de inmediato. Sus nudillos estaban blancos donde se aferraba a las riendas.
—Morvan no era un extraño —dijo, su voz tan áspera como el viento—. Era el Lord Hechicero de la corte. El mentor de mi hermano mayor. Mi… amigo. —La palabra sonó como un veneno en su boca—. Mi padre estaba enfermo, débil de mente. Morvan se hizo con el control lentamente, envenenando sus pensamientos contra todos, incluso contra mí. Pero Lorian… Lorian lo adoraba. Creía que Morvan quería lo mejor para el reino.
Hizo una pausa, tragando con dificultad.
—Yo me negué a verlo. Me fui a patrullar las fronteras del norte, creyendo que la verdadera amenaza estaba ahí fuera. Cuando regresé… —su voz se quebró—. Fue demasiado tarde. Morvan había consolidado su poder. Mi padre era un títere. Y Lorian… Lorian lo defendió. En el salón del trono. Se interpuso entre mi espada y Morvan. Dijo que yo era el traidor. Que estaba celoso del vínculo de Morvan con nuestro padre.
Lyra podía sentir el dolor que emanaba de él, tan palpable como el viento.
—¿Y entonces?
—Entonces Morvan… no lo mató. No directamente. —El odio en la voz de Kael era una cosa viva—. Usó un hechizo. Un hechizo que no le quitó la vida, sino su libre albedrío. Lo convirtió en un siervo vacío, un cascarón que obedecía solo a Morvan. Y luego, con una sonrisa, me ordenó a mí, a su propio hermano, que "quitara del camino al traidor". —Kael cerró los ojos, un espasmo de agonía recorriendo su rostro—. No lo hice. Me rompí. Dejé caer mi espada. Y en mi momento de debilidad, Morvan sí que la usó. La levantó y… —la voz de Kael se apagó en un susurro—. Lo hizo parecer mi culpa. Le dijo a la corte que, en mi rabia por ser desenmascarado, había matado a mi propio hermano.
La historia era tan horrible, tan retorcida, que Lyra sintió que le costaba respirar. No era solo una traición; era una tortura psicológica diseñada para destruir a Kael por completo.
—Por eso huyiste —susurró ella.
—Huí porque si me quedaba, Morvan me habría matado y mi nombre habría quedado manchado para siempre. Huí para encontrar una manera de probar la verdad. Y las Lágrimas… son la única fuerza lo suficientemente pura como para deshacer su magia corrupta y revelar su mentira a todos.
Finalmente, las ruinas se alzaron ante ellos. No eran solo piedras caídas. Era el esqueleto de una ciudad majestuosa. Arcos rotos se alzaban como costillas de un gigante muerto, y edificios derrumbados bordeaban calles fantasmales. El aire olía a ozono y a una ira antigua, tan densa que se podía saborear. Era aquí. El lugar donde la alegría de la Diosa se había convertido en ira.
Al adentrarse en la ciudad muerta, una sensación de opresión los envolvió. No era la tristeza del pantano, ni el vacío del Bosque del Olvido. Era una furia fría y afilada, la ira de una traición que había consumido no solo a un dios, sino a un reino. Lyra sintió que su don se rebelaba contra la emoción, tan abrasadora y destructiva que era casi imposible de cartografiar.
Kael caminaba como un sonámbulo, sus pasos guiados por la memoria del dolor. Lyra lo seguía de cerca, su mano en la empuñadura del cuchillo que Kael le había enseñado a usar.
—La ira no es solo rabia —dijo Kael de repente, su voz extrañamente calmada en medio del torbellino emocional—. Es un escudo. Es la armadura que te pones cuando el dolor es demasiado grande para soportarlo. La Diosa no se enfadó por debilidad. Se enfadó porque la habían roto.
Se detuvieron en lo que una vez fue la gran plaza. En el centro, donde debería haber habido una fuente o un monumento, había un cráter. Y en el centro del cráter, incrustada en la roca fundida y negra como si fuera el corazón de un volcán, latía una gema del color de la sangre vieja y el bronce fundido. La Lágrima de la Ira.