La noticia sobre Lorian cayó sobre la Guarida del León Dormido como una losa de granito. La esperanza que habían celebrado horas antes se tornó frágil, envenenada por la duda y el miedo. Lyra observaba a Kael desde el otro lado de la mesa de estrategias en la gran sala de la fortaleza. Él estaba sentado, la mirada fija en el mapa de la capital extendido frente a ellos, pero Lyra sabía que no veía las calles ni las defensas. Veía el rostro de su hermano.
El general Valerius, con el ceño fruncido y los brazos cruzados, era la voz de la razón.
—Es una carnada, mi príncipe. Burda y sangrienta. Morvan usa el amor que le tenías a tu hermano como un cuchillo. Si vas, te está matando con la mano de su propio recuerdo.
—Lo sé, Valerius —respondió Kael, su voz era un susurro áspero—. Lo sé con cada fibra de mi ser que no es más que una ilusión, un truco.
—Entonces, la respuesta es no —declaró Lyra, diciendo la palabra que todos pensaban. Su corazón se encogió al ver el dolor en los ojos de Kael.
Él alzó la mirada, y por primera vez desde que lo conoció, Lyra vio lágrimas brillando en ellos, sin caer.
—¿Y si no lo es? —repitió su pregunta del muro, pero esta vez con una desesperación que le partía el alma a Lyra—. ¿Y si Morvan, en su arrogancia, cometió un error? ¿Y si el hechizo se debilitó con el poder de las Lágrimas? ¿Y si una parte de él, por pequeña que sea, está ahí atrapada, suplicando…? No podría vivir conmigo mismo si lo abandonara. No después de haber fallado una vez.
La sala guardó silencio. No había argumento lógico que pudiera ganar contra el monstruo de la culpa. Lyra entendió entonces que no se trataba de una misión militar. Era una prueba del alma de Kael.
Se levantó y caminó hasta su lado. Puso su mano sobre la suya, sobre el mapa de la ciudad que pronto bañarían en sangre.
—Entonces no irás solo —dijo, su voz no dejaba lugar a dudas.
—Lyra, no —protestó Kael, girándose hacia ella—. Es demasiado peligroso.
—Lo es —asintió ella—. Por eso voy. Porque si es una trampa, necesitas a alguien que te vigile la espalda. Y si… si por algún milagro es él, entonces tu hermano debería conocer a la mujer que te devolvió la vida.
La determinación en sus ojos era más fuerte que cualquier muro. Kael la miró, y en su rostro se libraba una guerra entre el alivio de no tener que enfrentar solo su fantasma y el terror de ponerla en peligro. Finalmente, asintió, una vez, un gesto de rendición y gratitud infinita.
—No iremos como un ejército —dijo Kael, volviéndose hacia Valerius—. Eso es lo que él espera. Iremos con un pequeño grupo de los mejores. Sigilosos. Rápidos. El resto del ejército se preparará. Si es una trampa, nuestra misión será escapar y regresar aquí. Si no lo es… —no terminó la frase. Ni siquiera podía permitirse imaginar esa posibilidad.
Las horas siguientes fueron un torbellino de preparativos. Lyra se aseguró de que las Lágrimas estuvieran seguras, sintiendo su poder latir en sincronía con su propio corazón acelerado. Eligieron a cinco de los guerreros más experimentados de la resistencia, hombres y mujeres cuyos rostros mostraban la frialdad de quienes habían visto demasiado.
Al amanecer, partieron. El viaje a las afueras de la capital fue tenso y silencioso. Se movían como sombras, evitando los caminos principales, sintiendo los ojos de las patrullas de Morvan en cada sombra. La ciudad se alzaba en el horizonte, un perfil oscuro y amenazador coronado por la aguja negra del palacio de Morvan. El aire olía a humo y a opresión.
El Puente de los Suspiros era una estructura antigua y elegante que cruzaba un barranco profundo, justo en el límite de los distritos exteriores de la capital. Se llamaba así por los condenados que, antaño, eran paseados por él camino del exilio, suspirando una última mirada a su hogar. El nombre no podía ser más apropiado.
Desde la cubierta de un edificio en ruinas, el grupo observó el puente. Estaba desierto, barrido por un viento frío que gemía entre las barandillas de piedra. No había emboscadas visibles. No había guardias. Era demasiado tranquilo.
—Es una trampa —murmuró uno de los guerreros, Eco, una mujer elfa con ojos que todo lo veían.
—Sí —confirmó Kael, su voz plana—. Pero tenemos que estar seguros.
Entonces, una figura apareció en el extremo más lejano del puente.
Era alta, delgada, envuelta en una capa gris. La capucha estaba echada hacia atrás, revelando un rostro que le quitó el aliento a Lyra. Era un parecido asombroso con los retratos que Kael le había descrito: el mismo cabello oscuro, la misma mandíbula fuerte, los mismos ojos azules. Pero estaban vacíos. No había reconocimiento en ellos, ni alegría, ni dolor. Solo un vacío helado, como el de un lago congelado.
—Lorian… —el nombre escapó de los labios de Kael como un susurro agonizante.
—Es una imitación, Kael —urgió Lyra, agarrando su brazo—. Un golem, una ilusión. ¡No es él!
Pero Kael ya se estaba moviendo. No corrió, sino que caminó hacia el puente con la lentitud de un sonámbulo, su mirada fija en la figura inmóvil.
—Kael, ¡no! —gritó Lyra, pero él no la escuchó. Su razón había sido anulada por una esperanza de cinco años.
Lyra, sin pensarlo dos veces, salió tras él, haciendo una señal a los demás guerreros para que se mantuvieran en las sombras y cubrieran su retirada. Sus pasos resonaron en la piedra del puente, un eco siniestro del latido de su corazón.
Kael se detuvo a unos metros de la figura.
—Lorian? —preguntó, su voz quebrada por el viento.
La figura sonrió. Fue una sonrisa espantosa, un movimiento mecánico de los músculos faciales que no llegó a esos ojos vacíos.
—Hermano —dijo la voz. Era la voz de Lorian, pero plana, sin la calidez y la vitalidad que Kael siempre describía—. Has vuelto.
—¿Estás… bien? —preguntó Kael, dando un paso vacilante hacia adelante.
—Estoy completo ahora que estás aquí —respondió la figura—. Morvan me ha liberado. Podemos recuperar nuestro reino. Juntos.