La escalera de caracol era tan estrecha que los hombros de Kael rozaban las paredes de piedra húmeda. Subieron en un silencio absoluto, un sigilo que era más intenso que cualquier grito de batalla. Cada paso resonaba como un trueno en la cámara de eco de la escalera, y contenían la respiración, esperando que una alarma los delatara en cualquier momento. El sonido de la batalla exterior era más claro aquí, un recordatorio siniestro de que la vida de Valerius y su gente dependía de su éxito.
Lyra iba justo detrás de Kael, su mano apoyada en su espalda para mantener el contacto y la calma. El mapa en su mente se había actualizado; ya no eran las cloacas, sino los planos interiores del palacio. Sabía que esta escalera desembocaba en un almacén de suministros de limpieza, una habitación olvidada y polvorienta cerca de las mazmorras. Un lugar perfecto para una entrada sin ser detectados.
El aire en el almacén de limpieza era tan espeso con polvo y silencio que cada respiración de Lyra sonaba como un fuelle en sus propios oídos. El grupo permaneció inmóvil durante un largo minuto, escuchando, sus cuerpos tensos como cuerdas de arco. El sonido de la batalla exterior—un retumbar sordo y constante—era ahora la banda sonora de su misión, un recordatorio ominoso de que el tiempo era un lujo que no tenían.
Kael fue el primero en moverse. Con la precisión de un depredador, se deslizó hacia la pesada puerta de madera del almacén. No había cerradura, solo un pestillo oxidado en el interior. Aplicó una presión lenta y constante, y la puerta cedió con un gemido tan débil que fue absorbido de inmediato por el distante estruendo. Un fino rayo de luz de antorcha cortó la penumbra, iluminando el polvo que danzaba en el aire.
Eco se deslizó junto a él, su cuerpo élfico casi no perturbaba el aire. Pegó su oreja puntiaguda a la rendija, cerrando los ojos para concentrarse en el mundo más allá de la madera. Los demás contuvieron la respiración. Lyra podía sentir el latido de su propio corazón golpeando contra sus costillas, un tambor de guerra acelerado y personal. La Lágrima de la Alegría en su bolsa parecía palpitar en sincronía, una cálida y constante seguridad contra el frío que se apoderaba de sus entrañas.
—El pasillo está vacío —susurró finalmente Eco, su voz no era más que una exhalación—. Pero hay gritos. Vienen de abajo. De las mazmorras. Son… muchos.
La noticia cayó sobre el grupo como una losa de plomo. Las mazmorras. El corazón de la crueldad de Morvan. Kael cerró los ojos, y Lyra vio cómo la mandíbula se le tensaba hasta que los músculos se marcaron bajo la piel. Ella conocía ese conflicto interno. Lo había cartografiado en su propia alma. Por un lado, la misión fría y lógica: llegar a Morvan, terminar esto. Por el otro, el grito desgarrador del deber, del juramento de proteger a su pueblo.
Rikard, el veterano con el rostro cicatrizado, fue el primero en romper el silencio. Su voz era un ronco susurro cargado de pragmatismo.
—Mi príncipe, no podemos. El señuelo de Valerius… cada minuto que perdemos aquí es un minuto que Morvan tiene para reforzar sus defensas o, peor, para darse cuenta de nuestra presencia. La bestia debe ser decapitada. Es la única manera.
Las palabras eran duras, pero ciertas. Lyra lo sabía. Cada instante de demora ponía en peligro a los cientos de hombres que estaban dando sus vidas fuera de las murallas. Pero entonces, otro grito, más agudo, lleno de una agonía que traspasaba la piedra, se filtró desde abajo. Era la voz de una mujer.
Kael abrió los ojos. Ya no había conflicto en ellos. Solo una resolución tan fría y clara como el hielo de los picos del norte.
—Un rey —dijo, y su voz, aunque baja, resonó con una autoridad que hizo que todos se enderezaran— no es un título que se reclama con una corona. Es un servicio que se jura con cada acción. Un rey que ignora el sufrimiento de su gente para buscar venganza personal no es un rey. Es otro monstruo, quizás peor, porque sabe mejor. —Su mirada se posó en Lyra, buscando no validación, sino un reflejo de la verdad que sentía—. No estamos aquí solo por un trono. Estamos aquí por ellos.
Lyra sintió que una oleada de orgullo y temor la recorría. Él tenía razón. Era un riesgo monumental, una locura táctica. Pero era lo correcto. Y en ese momento, eso era todo lo que importaba.
—Si liberamos a los prisioneros —añadió ella, haciendo que las piezas encajaran en su mente de cartógrafa—, no será solo una desviación. Será un caos controlado. Una rebelión desde dentro. Dividirá las fuerzas de Morvan, creará pánico. Podría ser la distracción que necesitamos para llegar al salón del trono.
Una sonrisa astuta, la de un estratega que ve una oportunidad donde otros solo ven un riesgo, se dibujó en los labios de Kael.
—Exactamente. No nos estamos desviando. Estamos abriendo un nuevo frente de batalla.
La decisión, una vez tomada, se ejecutó con una eficiencia aterradora. Eco abrió la puerta lo justo para que pasaran. El pasillo exterior era ancho y oscuro, iluminado por antorchas humeantes clavadas en la pared a intervalos regulares. Los gritos eran ahora un coro de desesperación, un magnetismo mórbido que los guiaba hacia una amplia escalera de piedra que se hundía en las profundidades.
Bajaron con la sigilosidad de los espectros. La Lágrima de la Alegría de Lyra emitía un suave resplandor, un faro en la oscuridad creciente que parecía querer devorarlos. El aire se volvió pesado y frío, cargado con el olor a humedad, excrementos y un miedo tan rancio que se podía saborear en la parte posterior de la garganta. Era el hedor de la esperanza perdida.
Al pie de las escaleras, el vestíbulo de las mazmorras se abría ante ellos, una cámara cavernosa con un techo abovedado tan alto que se perdía en las sombras. A cada lado, hileras de celdas con barrotes de hierro se extendían hacia la penumbra. Y dentro de ellas, el horror. Figuras esqueléticas se aferraban a los barrotes, sus ojos—enormes en rostros demacrados—parpadeaban con incredulidad al ver al grupo armado, y luego, al reconocer la figura a la cabeza, se abrían con un asombro que rayaba en lo divino.