Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 21: EL PRECIO DE UN TRONO

Las Grandes Puertas se cerraron a sus espaldas con un estruendo final, sumiéndolos en una penumbra apenas rota por la luz carmesí que se filtraba desde las altísimas vidrieras del salón, ahora manchadas con motivos oscuros y retorcidos que bloqueaban el sol. El aire era frío y quieto, cargado con el olor a polvo de siglos y el regusto metálico del poder arcano estancado. El Salón del Trono de Valerium, una vez un vasto espacio de columnas blancas y banderas brillantes, era ahora la cámara del corazón de una pesadilla.

Ante ellos, un largo tapiz púrpura, desgarrado y sucio, se extendía por el centro del salón vacío. A su término, sobre una plataforma de obsidiana pulida que parecía absorber la poca luz existente, se alzaba el Trono del León. Y en él, sentado con la indolencia de un dios aburrido, estaba Morvan.

No era el anciano hechicero que Lyra había imaginado. Parecía en la flor de la vida, con un cabello negro azabache peinado hacia atrás y un rostro de una belleza fría y cincelada. Vestía una túnica de un gris profundo que parecía tejida con sombras, y sus manos, largas y pálidas, descansaban sobre los brazos del trono. Pero sus ojos… sus ojos eran pozos de una antigüedad insondable, de un conocimiento corrupto que hacía que Lyra sintiera que le estaban escarbando el alma.

—Kael —dijo Morvan, y su voz era una caricia venenosa, un susurro que llenaba todo el salón sin necesidad de alzarse—. Cuánto has crecido. El niño asustadizo que huyó de aquí ha vuelto… con juguetes nuevos. —Su mirada, indiferente y pesada, se posó en Lyra—. Y traes a una amiguita. La cartógrafa. La que cree que puede mapear el dolor ajeno y usarlo como arma. Qué enternecedor.

Kael no se inmutó. Avanzó por la alfombra, su espada colgando relajada a su costado, pero cada músculo de su cuerpo era un resorte listo para saltar.
—Este juego termina hoy, Morvan. Tu reinado de terror acaba aquí.

—¿Reinado? —Morvan se rió, un sonido seco y hueco—. Esto no es un reinado, muchacho. Es una poda. Una limpieza necesaria. Tu familia era débil. Tu padre, un sentimentalista. Tu hermano, un títere útil hasta que dejó de serlo. Este reino necesitaba una mano firme, no el mimos de un niño o los sueños de un viecho chocho.

—¡Mataste a mi hermano! —rugió Kael, y por primera vez, la rabia rompió su fachada de calma.

—¿Yo? —Morvan arqueó una ceja con fingida inocencia—. Mis archivos dicen que fue un trágico accidente durante tu intento de golpe de estado. La espada de un guardia leal, desviada por tu propia furia. Una historia tan convincente, ¿no crees?

Mentira. Lyra lo sabía. Kael lo sabía. Pero escucharla aquí, en este lugar, era como volver a abrir la herida con un cuchillo al rojo vivo. Lyra sintió la oscuridad en el brazo de Kael palpitar en respuesta.

—No —dijo Lyra, adelantándose un paso. Su voz, aunque más suave, cortó el aire con una claridad sorprendente—. La verdad no se puede borrar con mentiras. Y nosotros tenemos la verdad. —Sacó la Lágrima de la Alegría. Su luz dorada estalló en el salón, un desafío directo a la oscuridad de Morvan. Las sombras en los rincones retrocedieron, y el hechicero entrecerró los ojos, un destello de irritación cruzando su rostro impasible.

—Ah, sí. Las lágrimas de la diosa llorona —dijo Morvan, despreciativo—. Fragmentos de un poder que no fue suficiente para salvarse a sí misma. ¿Crees que pueden salvarte a ti?

—No se trata de salvarse —replicó Kael, recuperando el control—. Se trata de justicia.

—La justicia es una ilusión que los fuertes otorgan a los débiles para mantenerlos tranquilos —espetó Morvan, y por primera vez, se levantó del trono. No era particularmente alto, pero su presencia parecía llenar la sala, oscureciendo las vidrieras—. Pero ya he aburrido de esta charla. Has venido a reclamar tu herencia, Kael. Muy bien. Ven y tómala.

Extendió una mano. No hubo un hechizo visible, pero el aire a su alrededor se onduló. De las sombras detrás del trono, surgieron tres figuras. No eran Devotos. Eran peor.

Eran los Capitanes de la Guardia Real, hombres que Kael había conocido desde niño, que habían jurado lealtad a su familia. Sus rostros estaban pálidos y vacíos, sus ojos brillaban con la misma luz fría que los del falso Lorian. Morvan no solo los había matado; los había reanimado, convirtiendo a los protectores de la corona en sus verdugos personales.

—Bryn… Halden… —el nombre de Kael fue un susurro de agonía.

Los guardias reanimados desenvainaron sus espadas, sus movimientos eran mecánicos y letales.

—Tu primera prueba, príncipe —anunció Morvan, volviendo a sentarse—. Demuestra tu valía gobernando a tus antiguos súbditos. De nuevo.

Kael dudó. Lyra vio el conflicto desgarrarlo. Luchar contra estos hombres, hombres a los que había respetado, era una profanación.

—¡Kael, no son ellos! —gritó Lyra—. ¡Son marionetas! ¡Morvan los está usando!

Eco, desde alguna parte en la galería superior, lo entendió. Una flecha silbó y se clavó en el yelmo de uno de los capitanes, haciéndolo tambalearse pero sin detenerlo. No podían disparar a matar. No contra esos rostros.

Fue Crowe quien rompió el punto muerto. Con un rugido de rabia pura, el anciano general se abalanzó.
—¡Esto es una blasfemia, Morvan! ¡Libera sus espíritus!

Crowe se enfrentó al capitán más cercano, desviando su espada con un golpe brutal. Pero luchaba con rabia, no con precisión, y la criatura, sin miedo ni dolor, presionó su ataque, obligando a Crowe a retroceder.

Kael miró a Lyra, una pregunta desesperada en sus ojos. Ella asintió, con firmeza. A veces, la misericordia era acabar con el sufrimiento.

Con un grito que era de dolor y no de furia, Kael cargó. Su espada era un relámpago plateado. Esquivó un golpe del primer capitán y, en lugar de un ataque mortal, giró y le golpeó la pierna con la empuñadura, haciéndolo caer. Pero el segundo capitán estaba ya sobre él. Lyra actuó. Concentró la luz de la Lágrima de la Alegría en un haz brillante, cegando al no-muerto por un instante. Kael aprovechó para desarmarlo con un movimiento fluido.




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