El universo se redujo a un duelo de voluntades en el corazón del salón del trono destrozado. Por un lado, Morvan, un torbellino de oscuridad viviente, su poder emanando en oleadas que hacían temblar los cimientos mismos del palacio. Por el otro, Kael y Lyra, de pie hombro con hombro, no como príncipe y cartógrafa, sino como dos mitades de una sola arma forjada en el dolor y templada en el amor.
La oscuridad que Morvan lanzó no era un simple hechizo. Era la negación de la existencia, un vacío que devoraba la luz, el sonido y la esperanza. Avanzó como una marea implacable, deformando el aire, agrietando el suelo de piedra a su paso y prometiendo borrarlos de la realidad para siempre.
Kael no se inmutó. La Lágrima de la Ira en su mano ya no era un objeto; era una extensión de su voluntad purificada. No sentía rabia, sino una certeza glacial, la tranquila determinación de un cirujano que debe extirpar un cáncer. La gema no brillaba con rojo furioso, sino con un blanco cegador y gélido, la luz pura de la justicia absoluta. A su lado, Lyra sostenía la Lágrima de la Alegría no como un escudo defensivo, sino como un faro. Su luz dorada era cálida, constante, un recordatorio tangible de todo lo por lo que luchaban: la risa de un niño, la paz de un atardecer, el simple y profundo milagro de un corazón que ama. Su luz no luchaba contra la de Kael; la envolvía, la guiaba, asegurándose de que el golpe final no naciera del odio, sino de una compasión terrible y necesaria.
—¡Insignificantes! —rugió Morvan, pero por primera vez, su voz tenía un deje de… esfuerzo. El avance de su muro de oscuridad se ralentizó, encontrando resistencia no en un escudo mágico, sino en la realidad misma que Kael y Lyra estaban reafirmando con su mera presencia.
—Tu poder se alimenta del vacío que dejas en los demás —gritó Lyra, su voz, aunque débil, resonó con una claridad que cortaba la cacofonía arcana—. Pero nosotros estamos llenos. Llenos el uno del otro. No hay vacío para que te alimentes.
—¡El amor es una ilusión! ¡Una debilidad! —escupió Morvan, lanzando otro tentáculo de sombra que se estrelló contra el campo de luz combinado y se desvaneció con un silbido.
—No —respondió Kael, y su voz era tan fría y clara como la luz que manaba de su mano—. Es la única fuerza que un tirano como tú nunca podrá comprender. Porque para entenderla, tendrías que haber amado alguna vez. Y tú solo sabes poseer.
Kael alzó la Lágrima de la Ira. La luz blanca se intensificó, volviéndose tan brillante que era doloroso mirarla. No era un destello cegador, sino un haz de concentración infinita.
—Esta no es venganza por mi padre —dijo, y cada palabra era un clavo en el ataúd de Morvan—. No es venganza por mi hermano. Esto es justicia por cada vida que has envenenado. Por cada sonrisa que has robado. Por cada amanecer que has convertido en noche.
Lyra sintió el poder acumulándose, un potencial tan vasto que amenazaba con consumirlos a ambos. Pero no tuvo miedo. Aferró su Lágrima con más fuerza, canalizando todo su amor, toda su fe en Kael, hacia la luz blanca, puliéndola, enfocándola aún más.
—¡Juntos! —gritó ella.
Morvan, al ver la luz coalescente, comprendió su error. No había subestimado su poder; había subestimado su conexión. Con un grito de rabia y un último y desesperado esfuerzo, reunió toda su oscuridad, todo el dolor que había cosechado durante décadas, y lo lanzó en un último y colosal proyectil de pura nada, un misil destinado a aniquilar sus almas.
Kael y Lyra no retrocedieron. Avanzaron.
El haz de luz blanca y dorada salió de sus manos entrelazadas. No fue un rayo; fue una lanza. Una lanza de realidad, de memoria, de emoción pura. No se movió rápido, pero su avance era inexorable. Donquiera que pasaba, la oscuridad de Morvan no se dispersaba; se deshacía. Las grietas en el suelo se cerraban. El aire dejaba de vibrar. Las sombras en los rincones huían, no por la luz, sino por la verdad que esa luz representaba.
El proyectil de oscuridad de Morvan chocó contra la lanza de luz.
No hubo explosión.
Hubo silencio.
Un silencio tan absoluto que pareció absorber todo el sonido del universo durante un eterno instante.
Luego, la oscuridad comenzó a desmoronarse. No como una pared derrumbándose, sino como un azucarillo en el agua, disolviéndose de los bordes hacia el centro. Morvan gritó, pero no era un grito de dolor físico. Era el grito de un concepto erróneo siendo desenmarañado, de una mentira siendo deshecha por la verdad. Su forma comenzó a desdibujarse, sus rasgos a fluir.
—¡No! ¡Yo soy el poder! ¡Yo soy el orden! —fueron sus últimas palabras, pero ya no tenían peso, solo el eco vacío de una creencia desesperada.
La lanza de luz lo alcanzó.
No lo atravesó. Lo envolvió.
Morvan no murió gritando maldiciones. Se desvaneció en un suspiro, sus moléculas, su magia, su misma esencia corrupta, fueron descompuestas por la luz, purificadas y devueltas al flujo natural de las cosas. Donde había estado, solo quedó un parche de aire limpio y un leve olor a ozono, como después de una tormenta.
La luz se desvaneció. La Lágrima de la Ira en la mano de Kael perdió su brillo, volviéndose opaca y fría, como una piedra común. Su trabajo estaba hecho. La Lágrima de la Alegría de Lyra palpitó suavemente una última vez antes de que su luz dorada también se atenuara, agotada.
El silencio volvió a caer, pero esta vez era diferente. No era el silencio de la muerte o la opresión. Era el silencio de la paz. La pesadilla había terminado.
Kael y Lyra se quedaron de pie, jadeando, mirando el espacio vacío donde su némesis había estado. La enormidad de lo que acababan de hacer comenzó a asentarse sobre ellos, tan pesada como la montaña que habían movido.
Un gemido los sacó de su estupor. Eco.
Se apresuraron hacia donde yacía la elfa. Crowe ya estaba a su lado, su propio cuerpo magullado olvidado, sus dedos callosos buscando un pulso en el cuello de la arquera.