El amanecer que se filtró en el salón del trono no trajo consigo un final, sino un comienzo brutalmente honesto. La luz grisácea reveló la totalidad de la devastación: las columnas agrietadas, el polvo y los escombros, las manchas oscuras en el tapiz púrpura y, lo más desgarrador, los cuerpos silenciosos de quienes habían dado su vida por esta victoria. El aire, aunque limpio de la corrupción de Morvan, todavía olía a humo, sangre y el fantasma de la batalla.
Kael no permitió que el peso lo doblegara. Con Lyra a su lado, se movió con una calma práctica que hablaba de su transformación. Ya no era el príncipe atormentado, sino un comandante evaluando el campo de batalla, un líder asumiendo la responsabilidad de su gente, viva y muerta.
—No podemos quedarnos aquí —dijo, su voz era ronca pero clara—. Necesitamos encontrar a los heridos, asegurar el palacio.
Mientras hablaba, las grandes puertas del salón se abrieron con un crujido cauteloso. El general Valerius, con su armadura abollada y cubierta de hollín, irrumpió en la sala. Sus ojos, cansados pero alertas, se abrieron de par en par al ver la escena: los cuerpos, el trono vacío, y a Kael y Lyra, de pie en el centro de todo.
—Mi príncipe… —la voz de Valerius era un susurro de asombro y alivio—. Los rumres… eran ciertos. El hechicero…
—Ha caído —confirmó Kael—. Pero hemos pagado un precio alto. —Su mirada se desvió hacia Rikard.
Valerius siguió su mirada y su rostro se endureció con dolor. Asintió con brusquedad.
—La batalla en las puertas ha cesado. Sus… criaturas… se desvanecieron cuando él cayó. Mis hombres están recuperando la ciudad, sector por sector. Hay resistencia dispersa, pero sin su líder, se desmorona.
—Bien —asintió Kael—. Tu primera orden, general: organiza equipos de sanación. Prioridad a nuestros heridos y a cualquier ciudadano atrapado en los combates. Luego, equipos de limpieza. Quiero este palacio… habitable. —Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar, había un nuevo tono en su voz, el de la autoridad real—. Y envía heraldos. A cada rincón de la ciudad, a cada pueblo de Valerium. Que se proclame: Morvan ha caído. El Rey ha regresado. Que todo aquel que haya servido al Usurpador por temor deponga sus armas y regrese a sus hogares. No habrá una purga sangrienta. Hay que reconstruir, no vengar.
Valerius se irguió, un nuevo respeto en sus ojos.
—Sí, Su Majestad.
Las palabras sonaron extrañas en el aire, pero Kael las aceptó con un leve asentimiento. No era el momento de dudar.
Lyra, mientras tanto, se había arrodillado junto a Eco. Con la ayuda de Crowe, que a pesar de sus propias heridas se negaba a ser tratado, lograron inmovilizar la pierna rota de la elfa y detener la hemorragia de su brazo quemado. Eco estaba consciente, su rostro demacrado marcado por el dolor, pero sus ojos afilados seguían siendo perceptivos.
—La próxima vez… —murmuró, con voz débil pero con un deje de su antiguo humor seco—… elige un palacio con alfombras más mullidas para caer.
Una sonrisa triste se dibujó en los labios de Lyra.
—Lo anotaré.
El resto del día fue un torbellino de actividad febril. Los heridos fueron trasladados a las alas del palacio que aún estaban en pie. Los cuerpos de los caídos, tanto amigos como enemigos, fueron recogidos con respeto para su posterior identificación y entierro. Lyra, aunque agotada, usó sus conocimientos de cartografía para ayudar a trazar mapas de los daños en la ciudad y coordinar la logística de los equipos de ayuda. Su mente, acostumbrada a encontrar patrones, resultó invaluable para organizar el caos.
Kael estaba en todas partes a la vez. Supervisaba las defensas, se aseguraba de que los heridos fueran atendidos, pronunciaba palabras de agradecimiento a los soldados exhaustos. La gente lo miraba al pasar, y en sus ojos no solo había alivio, sino también una chispa de esperanza cautelosa. Este no era el príncipe amargado del que habían oído hablar; este era un hombre marcado por la batalla, sí, pero cuya dureza estaba templada por una compasión práctica.
Al caer la noche, se encontraron por primera vez en lo que había sido el estudio privado de su padre. La habitación había sido saqueada, los estantes vacíos, los muebles destrozados. Pero alguien, quizás Valerius, había encontrado una mesa y un par de sillas y había encendido un fuego en la chimenea.
La quietud fue abrumadora. Se sentaron uno frente al otro, la fatiga pesando sobre sus hombros como capas de plomo. El silencio no era incómodo, sino compartido, un refugio momentáneo de la abrumadora tarea que tenían por delante.
—No puedo creer que se haya ido —murmuró Kael, rompiendo el silencia. No se refería a Morvan, sino a la enormidad de la pérdida—. Rikard, Finn, Orin… Eco podría haber…
—Pero no lo hizo —dijo Lyra con suavidad, extendiendo su mano sobre la mesa. Él la tomó, sus dedos callosos entrelazándose con los de ella—. Y tú estás aquí. Y yo estoy aquí. Y tenemos una oportunidad de asegurarnos de que sus muertes no sean en vano.
—¿Cómo, Lyra? —preguntó él, y por un momento, el joven abrumado asomó a través de la máscara del rey—. ¿Cómo se gobierna? No me enseñaron esto. Me enseñaron estrategia, historia, esgrima. No me enseñaron a sanar el alma de un reino.
—No lo sabes —respondió ella con sencillez—. Aprendes. Día a día. Escuchas. Aprendes de tus errores. Y… —apretó su mano—… no lo haces solo. Tienes a Valerius. A Crowe, cuando se recupere. A los líderes del pueblo que sobrevivieron. —Hizo una pausa y añadió en un susurro—: Me tienes a mí.
Él la miró, y el amor en sus ojos era tan palpable como el calor del fuego.
—Eso es lo único de lo que estoy seguro. —Se inclinó sobre la mesa—. Lyra, no quiero hacer esto desde un trono elevado. Quiero hacerlo a tu lado. No como mi cartógrafa real, ni como mi consejera. —Se detuvo, buscando las palabras—. Quiero que seas mi reina.
Las palabras flotaron en el aire entre ellos. No era una propuesta de un príncipe de un cuento de hadas. Era la petición desesperada de un hombre que había encontrado su fuerza en ella y que no podía imaginar construir un futuro sin su cimiento.