La primavera se afianzó en Valerium, pero para Lyra, cada nuevo brote estaba teñido de una urgencia silenciosa. El mapa estelar de Morvan ya no era una curiosidad académica; era una espada de Damocles colgando sobre la frágil paz del reino. Había convertido una de las torres más altas del palacio en un observatorio, no para las estrellas, sino para las corrientes de magia que su don le permitía percibir.
Kael, aunque aún escéptico, honró su promesa de mantenerse alerta. Asignó a los exploradores élficos de Eco patrullas discretas más allá de las fronteras norte, con órdenes de reportar cualquier anomalía, por pequeña que fuera. La vida en la corte continuaba, los decretos se firmaban, las disputas se resolvían, pero una tensión sutil se había instalado entre la reina y el rey, un secreto compartido que pesaba más que cualquier corona.
Fue Eco quien, una tarde de cielos despejados, regresó de una de esas patrullas. No entró con su habitual sigilo, sino con prisas, y su rostro, normalmente sereno, estaba pálido bajo el tizne del viaje. Fue directamente al estudio de Lyra, donde Kael revisaba informes de impuestos.
—Majestades —dijo, sin preámbulos—. Algo está mal en los Valles Silentes.
Los Valles Silentes eran una región al norte, justo en el límite de lo cartografiado, conocida por sus bosques antiguos y su quietud casi sobrenatural.
—¿Mal cómo? —preguntó Kael, dejando a un lado los pergaminos.
—El silencio… ya no es paz. Es vacío —explicó Eco, sus ojos afilados brillaban con una inquietud inusual—. Los animales huyen hacia el sur. Los pájaros no cantan. Los arroyos fluyen, pero el agua… no tiene sabor. No a tierra o a minerales, sino a vida. Sabe a agua de lluvia recogida en un cuenco de piedra. Muerta.
Lyra se puso de pie de un salto.
—Llévame allí. Ahora.
No fue una petición. Fue una orden nacida de una certeza visceral.
Cabalgando hacia el norte, la transformación fue gradual pero innegable. El aire, que debería haber estado cargado con el aroma a pino y tierra húmeda, se volvió delgado e insípido. El bosque, que debería haber estado lleno del susurro de las hojas y el crujir de ramas, estaba sumido en un silencio opresivo. Era como si el alma misma del lugar hubiera sido extraída.
Al llegar a un claro junto a un arroyo, Lyra desmontó. Cerró los ojos y extendió su percepción, tal como lo había hecho en el salón del trono con Kael, pero esta vez, en lugar de sumergirse en un mar de emociones humanas, se sumergió en el espíritu de la tierra.
Y lo que sintió la hizo gritar.
No era dolor, ni ira. Era… nada. Un vacío que succionaba. Donde debería haber habido una vibrante red de energía vital, un latido constante y reconfortante, solo había un agujero frío. Un drenaje lento e implacable, exactamente como el mapa de Morvan y los diagramas de sus aprendices sugerían.
—Kael —logró decir, jadeando, abriendo los ojos—. Tiene razón. No es una guerra. Es… una hambruna. Algo le está robando la vida a la tierra.
Kael no necesitó más pruebas. Ver el horror en el rostro de Lyra, sentir la muerte palpable en el aire que los rodeaba, fue más convincente que cualquier pergamino. La teoría abstracta se había convertido en una realidad aterradora.
—¿Puedes sentirlo? ¿La dirección? —preguntó, su voz era un susurro áspero.
Lyra asintió, señalando con un brazo tembloroso más al norte, hacia donde las montañas se elevaban como dientes grises contra el cielo.
—Allí. La corriente de magia… todo fluye hacia allí, y no vuelve. Es como un río que desemboca en un desierto de nada.
Regresaron al palacio en un silencio sombrío. La evidencia era incontrovertible. "El Ocaso" no era una profecía o un delirio. Era un parásito cósmico, y había comenzado a alimentarse de su reino.
Esa noche, en la privacidad de sus aposentos, la discusión ya no fue sobre si actuar, sino sobre cómo.
—No podemos enviar un ejército —dijo Kael, recorriendo la habitación con energía contenida—. ¿A qué nos enfrentaríamos? ¿A un fantasma? ¿A un concepto? Perderíamos a todos los hombres en una tierra que se muere de hambre.
—Tienes razón —admitió Lyra, abrazándose a sí misma como si tuviera frío—. Un ejército es una herramienta para un tipo de guerra. Esta… esto requiere un escalpelo, no un martillo. Se necesita entenderlo antes de poder enfrentarlo.
—Una expedición —concluyó Kael, deteniéndose frente a ella—. Un grupo pequeño. Rápido. Sigiloso. Para averiguar qué es esto y cómo detenerlo.
—Nosotros —dijo Lyra, y no era una pregunta.
Kael la miró. En sus ojos, ella vio el mismo conflicto desgarrador: el rey que quería proteger a su pueblo quedándose, y el guerrero que sabía que la única forma de protegerlo era yendo hacia el peligro. Vio el peso del trono, el miedo a perder todo lo construido… y por encima de todo, vio la determinación de no permitir que la oscuridad se lo llevara todo otra vez.
—Nosotros —confirmó él, con un suspiro que pareció sacar todo el aire de sus pulmones—. Somos los únicos que tenemos alguna posibilidad. Tú puedes rastrearlo. Yo puedo protegerte. Juntos… es la única manera.
Era una decisión terrible. Significaba dejar el reino, arriesgar sus vidas, adentrarse en lo completamente desconocido. Pero la alternativa—esperar y ver cómo Valerium se marchitaba lentamente hasta convertirse en un cascarón vacío como los Valles Silentes—era inaceptable.
—Entonces empezamos a prepararnos —dijo Lyra, su voz recuperando parte de su firmeza habitual—. En secreto. No podemos causar pánico.
Kael asintió.
—Le diremos a Valerius y a Crowe. Solo a ellos. El reino debe estar en las mejores manos posibles si… si no regresamos.
Se tomaron de las manos, un pacto silencioso sellado no en un salón del trono, sino en la quietud de su habitación, bajo la sombra de una amenaza que transcendía tronos y coronas. La partida no era inminente, pero ahora era inevitable. El primer paso hacia el umbral del Ocaso acababa de darse.