Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 26: LA CARGA DE LA CORONA Y LA MOCHILA

La decisión, una vez tomada, se convirtió en un torbellino silencioso que ocupó cada momento de sus vidas. Lyra y Kael se movían por el palacio como sombras dentro de su propia corte, sonriendo en las audiencias, asintiendo en las reuniones del consejo, mientras bajo la superficie una corriente de urgencia los consumía.

Los preparativos fueron meticulosos y discretos. Lyra pasaba horas en la biblioteca real, buscando cualquier mención de las Tierras Desgarradas, de "El Ocaso", de leyendas anteriores incluso a la Diosa Lunaria. Encontró poco; eran mitos de mitos, ecos de un pasado tan remoto que ni siquiera Morvan había podido desentrañarlo por completo. Pero cada fragmento, cada mención a un "Gran Vacío" o una "Edad del Silencio", era una pieza más del puzzle aterrador que se disponían a enfrentar.

Mientras, en los establos reales, Kael seleccionaba dos de los caballos más resistentes, bestias del norte acostumbradas a terrenos escabrosos y climas severos. No eran los corceles de batalla majestuosos, sino supervivientes. Bajo la discreta supervisión de Crowe, hizo que un herrero de confianza—un veterano que había luchado en la rebelión—forjara herraduras especiales, más gruesas y con un mejor agarre, y revisara cada pieza de sus armaduras prácticas, sustituyendo hebillas y cinchas con materiales más duraderos. Cada acción era un recordatorio de que no se dirigían a una misión diplomática, sino a una travesía de supervivencia.

La parte más difícil fue la despedida. Una fría noche de luna nueva, convocaron a Valerius y a Crowe a los aposentos privados de Kael. El fuego crepitaba en la chimenea, proyectando danzas de luz y sombra sobre sus rostros graves.

—No nos queda otra opción —declaró Kael sin preámbulos, desplegando el mapa estelar de Morvan y el informe de Eco sobre la mesa—. La tierra se está muriendo. Lo hemos visto. Lo hemos sentido. Ignorarlo sería una traición a todo juramento que hemos hecho.

Valerius, con su rostro surcado de arrugas y sabiduría, estudió las pruebas. Su expresión, al principio escéptica, se fue transformando en una comprensión sombría.
—Los Valles Silentes… siempre fueron un lugar de paz. Que estén así… —negó con la cabeza—. Es antinatural. Tenéis razón, Majestad. No es una amenaza que podamos esperar detrás de nuestros muros.

Crowe, por su parte, gruñó, su puño cerrado golpeó suavemente la mesa.
—¡Maldita sea! Derrotamos a un hechicero tirano para encontrarnos con… ¿esto? ¿Un monstruo que se come la magia? Preferiría mil veces un ejército al que poder enfrentarme. —Miró a Kael, sus ojos ardían con un fuego feroz—. Debería ir con vosotros. Sois mi rey. Mi lugar es a vuestro lado.

—Tu lugar, general —dijo Kael, poniendo una mano en el hombro del hombre más viejo—, es aquí. Valerium necesita tu espada y tu ferocidad más que nunca. Si fallamos… —Kael hizo una pausa, la palabra pesando en el aire— …si no regresamos, el reino necesitará un protector que no dude. Valerius es la mente. Tú eres el corazón. Juntos, sois el mejor escudo que este reino puede tener.

Fue un argumento que no admitía réplica. Crowe maldijo entre dientes, pero asintió con brusquedad, su lealtad más fuerte que su deseo de lucha.

—¿Y el consejo? ¿Lord Braydon? —preguntó Valerius, pensando en la política práctica.

—Diremos que emprendemos una larga gira diplomática por los reinos del sur —explicó Lyra—. Para fortalecer alianzas y buscar nuevos mercados. Es creíble y nos dará el tiempo que necesitamos. Vosotros dos manejareis los asuntos diarios. Las decisiones importantes… confiamos en vuestro criterio.

Era un acto de fe monumental. Estaban entregando las riendas de todo lo que habían sudado y sangrado por construir. Kael desabrochó el pesado cinturón con el sello real y lo colocó sobre la mesa frente a Valerius.
—Esto os dará la autoridad para actuar en nuestro nombre.

Valerius lo miró como si fuera una serpiente venenosa, pero luego, con una respiración profunda, lo tomó con mano firme.
—No defraudaremos vuestra confianza, Majestad. Gobernaremos como si vosotros estuvierais aquí. Y rezaremos por vuestro seguro regreso.

Los últimos días fueron un duelo silencioso. Lyra se despidió de su estudio, de sus mapas de proyectos futuros que ahora quizás nunca vería. Metió en su mochila herramientas de cartógrafa, pergamino virgen, y los mapas cruciales, incluyendo el envenenado de Morvan. También, después de dudarlo mucho, guardó la Lágrima de la Alegría. Ya no brillaba, pero su peso en su bolsa era un consuelo, un recordatorio de lo que defendían.

Kael hizo su última ronda por los barracones, intercambiando palabras con los soldados, asegurándose de que todo estuviera en orden. Se despidió de su espada ceremonial, colgando en su lugar la hoja práctica y probada en batalla que lo había acompañado desde el exilio. La Lágrima de la Ira, ahora inerte y fría, la aseguró en su cinturón. No por poder, sino como un recordatorio de la justicia por la que luchaban.

La mañana de la partida amaneció gris y húmeda, perfecta para su fuga discreta. Se encontraron con Valerius y Crowe en los establos, donde los caballos ya estaban ensillados. No hubo discursos grandiosos, solo un intercambio de miradas cargadas de siglos de significado.

—Encontrad lo que sea —murmuró Crowe, su voz ronca por la emoción— y matadlo.

—Traednos un enemigo al que podamos entender —añadió Valerius, su mirada seria—. O traednos paz. Pero sobre todo, traednos de vuelta.

Kael y Lyra asintieron. No había más que decir. Montaron sus caballos. Con un último vistazo a las torres del palacio que se alzaban contra el cielo plomizo, el hogar que dejaban atrás, espolearon a sus monturas y salieron por un portón trasero, mezclándose con la niebla de la mañana como dos fantasmas.

No miraban atrás. Sus ojos estaban puestos al frente, en el camino del norte que se perdía entre colinas brumosas. La carga de la corona había sido dejada atrás. Ahora, solo llevaban la mochila del viajero y el peso infinitamente mayor de la esperanza de un reino entero. El umbral de las Tierras Desgarradas los esperaba, y con él, los secretos de "El Ocaso".




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