Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 27: LAS FRONTERAS DEL OLVIDO

Los primeros días de viaje fueron un lento desprenderse del mundo que conocían. Evitaban los caminos principales y las aldeas, moviéndose a través de bosques espesos y por valles olvidados. El aire, que en Valerium aún conservaba el dulce aroma de la primavera, se fue volviendo cada vez más frío y delgado. Los colores del paisaje parecían desvanecerse, como si un velo gris se hubiera interpuesto entre ellos y el sol.

Lyra sentía el cambio en su ser. Su don, tan afinado a las energías de la vida, era ahora un instrumento de dolor constante. Era como caminar con una herida abierta que nunca cicatrizaba, una sensación de vacío que se intensificaba con cada paso hacia el norte.

—Es más fuerte aquí —murmuró en la segunda semana, deteniendo su caballo en la cima de una colina pedregosa. Señaló hacia un arroyo que serpenteaba en el valle inferior—. Allí. El agua… en mi percepción, es como un hilo de plata. Pero unos cientos de pasos más al norte, el hilo simplemente se corta. Se desvanece en la nada.

Kael siguió su mirada. A simple vista, el paisaje era igualmente austero, pero una quietud antinatural se cernía sobre él. No se oía el zumbido de los insectos, ni el grito de los halcones. Solo el susurro del viento, que ahora sonaba más a un lamento que a una canción.

—Morvan debe haber pasado por aquí —dijo Kael, su voz era baja, como si temiera perturbar el silencio—. Siguiendo este mismo rastro envenenado.

—No lo siguió —corrigió Lyra, su rostro estaba pálido—. Se alimentó de él. ¿Recuerdas cómo su magia olía a ozono y ceniza? Esa es la esencia de esto. Él aprendió a extraer poder de esta… esta putrefacción.

La idea era repulsiva. Morvan no había sido solo un tirano; había sido un carroñero de la decadencia cósmica.

Al cabo de quince días, llegaron a lo que una vez fue la frontera norte de Valerium: el Fuerte del Último Respiro. Ahora era un cascarón de piedra negruzca, devorado por el musgo y el olvido. Más allá de sus almenas derrumbadas, el terreno cambiaba drásticamente. Los bosques daban paso a una landa yerma y rocosa, salpicada de árboles retorcidos y muertos que se alzaban como esqueletos contra un cielo perpetuamente nublado. Eran las Tierras Descaradas.

Al cruzar el umbral del fuerte abandonado, la sensación fue inmediata y abrumadora. El "vacío" que Lyra sentía ya no era una ausencia pasiva; era una presencia activa. Una presión fría se posó sobre sus hombros, y el aire que respiraron les dejó un regusto metálico y amargo en la parte posterior de la garganta.

—Por todos los dioses… —susurró Kael, conteniendo un escalofrío. Su brazo, donde la herida de la corrupción de Morvan había estado, comenzó a palpitar con un dolor sordo y fantasma, como si la oscuridad residual en su cuerpo reconociera a su pariente mayor.

Lyra desmontó, tambaleándose. Se arrodilló y puso la palma de la mano sobre la tierra. No sentía el latido lento y profundo de un mundo vivo. Sentía un hormigueo estático y enfermizo, como poner la mano sobre el cadáver aún caliente de un planeta.

—No es que la magia esté ausente —explicó, con voz entrecortada—. Está… corrupta. Envenenada en su misma fuente. Es como si la propia esencia de la creación aquí se hubiera vuelto contra sí misma.

Acampar esa primera noche en las Tierras Desgarradas fue una prueba de voluntad. Encendieron una pequeña fogata, pero las llamas parecían débiles y se negaban a crepitar con energía, ardiendo con una luz baja y triste. Los sonidos de la noche estaban completamente ausentes, creando un silencio tan pesado que podía oírse el latido de su propia sangre en los oídos.

Kael se mantuvo despierto la mayor parte de la noche, su espada sobre las rodillas, sus sentidos alerta. No por miedo a bestias o bandidos, sino por la sensación opresiva de que el mismísimo aire era su enemigo. Observaba a Lyra, que dormía inquieta, su rostro contraído por pesadillas silenciosas. Él no necesitaba su don para sentir la profanación de este lugar. Era una verdad física, un frío que se le metía en los huesos.

Al amanecer, Lyra se despertó con un jadeo. Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de un puro terror instintivo.
—Soñé… soñé que me ahogaba. Pero no en agua. En… nada. Una nada que quería llenarme, convertirme en parte de ella.

Kael no dijo nada. Simplemente la abrazó con fuerza, transmitiéndole su calor, su solidez, su realidad en medio del desmoronamiento de todo lo demás. En este lugar, su amor no era solo un consuelo; era un ancla, la única cosa que parecía mantenerlos a raya del vacío que los rodeaba.

—El mapa —dijo Lyra finalmente, liberándose del abrazo con una determinación renovada, aunque temblorosa—. La línea de Morvan apunta directamente al corazón de esto. Tenemos que seguirla.

Reanudaron la marcha, adentrándose más en la desolación. El paisaje se volvió más surrealista con cada milla. Rocas que parecían sangrar un líquido negro y espeso, pozas de agua estancada que reflejaban un cielo que no era el que tenían sobre sus cabezas, sino uno lleno de estrellas muertas y quietas. El aire a veces susurraba, no con voces, sino con fragmentos de pensamientos rotos y memorias ajenas que la corrupción había arrancado y dejado flotando como desperdicios psíquicos.

Era un mundo no solo muerto, sino profanado. Y en su centro, Lyra podía sentirlo ahora con una claridad aterradora, latía la fuente de todo: un núcleo de oscuridad tan absoluta que devoraba la luz, el sonido, la esperanza y el mismo tejido de la realidad. "El Ocaso" no era un lugar. Era un cáncer en el universo.

Y ellos cabalgaban directamente hacia él.




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