Las Lagrimas de La Diosa Lunaria

CAPÍTULO 28: EL UMBRAL DEL OCASO

El viaje a través de las Tierras Desgarradas se convirtió en una pesadilla despierta. Ya no seguían un camino, sino el rastro fantasmal de la corrupción, una brújula interna de dolor que solo Lyra podía percibir. El paisaje se retorcía más con cada legua que avanzaban. Árboles cuyas ramas se enroscaban como garras agonizantes, ríos de un lodo plateado y viscoso que no mojaba pero absorbía el calor del cuerpo, y un cielo que, incluso de día, tenía la opacidad de un ojo cegado.

La corrupción ya no era solo una sensación; tenía efectos físicos. Sus provisiones, cuidadosamente empacadas, comenzaron a pudrirse a un ritmo antinatural, la carne se volvió verde y la fruta se deshizo en una papilla fétida en cuestión de horas. El agua de sus cantimploras adquirió un sabor metálico y amargo, y Lyra advirtió que apenas calmaba su sed, como si la esencia hidratante le hubiera sido robada.

Kael luchaba contra un enemigo silencioso dentro de sí. La vieja herida en su brazo era ahora un fuego helado constante, un recordatorio punzante de que la oscuridad que habían vencido en Morvan era solo un pálido reflejo de la que habitaba aquí. Su temple de hierro se estaba poniendo a prueba no contra espadas, sino contra la lenta erosión de su propia esperanza.

—No podemos durar mucho más aquí —dijo una noche, su voz era ronca por la falta de un sueño reparador. Observaban un fuego que se negaba a calentar, sus llamas bajas y azuladas—. Esta tierra nos está consumiendo.

Lyra, demacrada pero con una luz de obstinada curiosidad aún en sus ojos, asintió. Sacó el mapa estelar de Morvan. Para su sorpresa, las líneas tenues en el pergamino ahora brillaban con un fulgor enfermizo, como si la proximidad a la fuente las hubiera activado.
—Está cerca, Kael. El núcleo. Lo siento. Es como… un latido. Un latido al revés. No bombea vida, sino que la absorbe.

Al día siguiente, llegaron a un lugar que desafió toda lógica. Era un cráter, pero no uno formado por el impacto de un meteorito. Parecía como si una parte del mundo simplemente se hubiera descosido. Los bordes no eran de roca pulverizada, sino de realidad fracturada, con destellos de colores imposibles y visiones de otros paisajes fugaces y distorsionados. Era la "Cicatriz del Mundo", el lugar del que hablaban las leyendas más oscuras.

Y en el centro del cráter, flotando sobre la nada, había un umbral.

No era una puerta de piedra, ni un arco de energía. Era una simple rendija en el aire, una grieta vertical de una oscuridad tan absoluta que ni siquiera la luz de las anomalías circundantes se atrevía a acercarse. Medía el doble de la altura de un hombre y emanaba el vacío puro que Lyra había estado sintiendo durante semanas. De ella emanaba un susurro sibilante y gélido, la promesa del fin de todas las cosas.

El Ocaso. No era un evento. Era una puerta.

—Dioses… —murmuró Kael, deteniéndose en el borde del cráter, sintiendo que las fuerzas lo abandonaban. La Lágrima de la Ira en su cinturón vibraba, no con poder, sino con una angustia resonante.

Lyra se tambaleó, pero su mirada estaba fija en la grieta. Su don, amplificado por la proximidad, le mostró la verdad en toda su horrorosa magnitud. Esta grieta no pertenecía a su mundo. Era una herida abierta en el tejido del cosmos, un portal a una dimensión de pura ausencia, de no-ser. Y se estaba expandiendo lentamente, deshilachando los bordes de su realidad.

—Es una herida —susurró, su voz quebrada por el asombro y el terror—. En la realidad misma. Y "El Ocaso" no es un nombre… es una descripción. Es lo que hay al otro lado. La Nada Final.

Morvan no había intentado detenerlo. Había intentado controlarlo. Usar las Lágrimas como llaves para aprovechar ese poder de aniquilación. La idea era tan monstruosa que le quitó el aliento.

De repente, el susurro de la grieta se intensificó. Del umbral de oscuridad, unas formas comenzaron a materializarse. No eran criaturas físicas. Eran "Huecos", seres hechos de la misma nada que emanaba del portal. No tenían forma definida, solo siluetas humanoides vacías que se movían con un fluir antinatural, y donde pasaban, el poco color y sonido que quedaba en el cráter era devorado.

Los Huecos se dirigieron directamente hacia ellos. No con ira, sino con una hambre insaciable y fría.

—¡Lyra! —gritó Kael, desenvainando su espada. Pero cuando la hoja atravesó el primer Hueco, no encontró resistencia. La criatura simplemente se desvaneció alrededor del acero y se reformó al instante, avanzando imparable. La espada era inútil. No había nada que cortar.

Lyra, actuando por instinto puro, sacó la Lágrima de la Alegría. Ya no brillaba, pero al sostenerla frente al Hueco que se acercaba a ella, la criatura vaciló. La simple presencia de un objeto que una vez contuvo alegría pura, por tenue que fuera ahora, era un veneno para la nada absoluta. El Hueco retrocedió, confundido.

—¡No pueden tocar la Lágrima! —gritó ella—. ¡Es lo opuesto a lo que son!

Kael entendió al instante. Empuñó la Lágrima de la Ira. No para atacar, sino como un escudo. Los Huecos que se abalanzaban sobre él se apartaron de su frío resplandor, no de ira, sino de la convicción y la justicia que la gema representaba, conceptos que la nada no podía comprender ni consumir.

Pero eran demasiados. Los Huecos fluían del umbral en un goteo constante, rodeándolos. No podían luchar, solo defenderse, y el agotamiento pronto los alcanzaría.

—¡La grieta! —gritó Lyra, retrocediendo hacia el borde del cráter—. ¡Tenemos que cerrarla! Es la única manera!

—¿Y cómo se cierra una herida en la realidad? —rugió Kael, blandiendo la Lágrima de la Ira para mantener a raya a una docena de Huecos.

La mirada de Lyra se posó en las dos Lágrimas, una en su mano, otra en la de Kael. Ecos de una diosa. Fragmentos de un poder de creación y emoción pura. Lo opuesto a la aniquilación.




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