El amanecer se filtraba entre las ramas del bosque, pintando el suelo con luces doradas. Todo parecía tranquilo… hasta que el viento cambió.
Kaen lo notó primero. Siempre lo hacía.
Vivía en los límites del reino de Aeryn, donde los árboles aún conservaban los susurros del pasado. Mientras los demás jóvenes soñaban con máquinas y torres de metal, él escuchaba… el aire.
Y aquel día, el aire sonaba triste.
—Otra vez ese sonido… —murmuró, cerrando los ojos.
El silbido era distinto, casi humano. Un lamento, como si alguien —o algo— llorara entre las hojas.
Kaen siguió el sonido hasta el corazón del bosque, donde los árboles se ennegrecían como si hubieran sido tocados por fuego. Allí, el viento dejó de moverse.
Solo quedaba un murmullo suave… y una voz.
—¿Por qué los humanos olvidaron llorar? —susurró una chica.
Kaen se detuvo. Frente a él, entre las raíces de un árbol quemado, flotaba una figura. Su piel brillaba como agua bajo la luna, y sus ojos eran un océano de tristeza.
Una lágrima resbaló por su mejilla, cayendo al suelo… y donde tocó, nació una pequeña flor azul.
—¿Quién eres? —preguntó Kaen, con el corazón latiendo con fuerza.
La chica lo miró, sorprendida.
—No deberías verme… a menos que aún creas en nosotros.
El viento sopló otra vez, y por un instante, Kaen sintió que el bosque respiraba.
Sin saberlo, había cruzado el límite entre los humanos y los espíritus.
Y el destino acababa de abrir los ojos.
Editado: 04.11.2025