Las maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 1: El Catálogo y la Cama, en Mi Piel

Tengo veinte años, pero mis manos ya saben mentir como si hubieran vivido tres vidas, tres putas vidas llenas de roces que no curan nada, solo dejan marcas invisibles. Empujo la puerta del edificio con esa sonrisa que no me cuesta nada, porque la practiqué en el espejo del baño del metro, entre el hedor a cloro que quema la nariz y esa desesperanza que se pega como sudor viejo. Subo las escaleras de dos en dos, no porque tenga prisa, no, sino porque el tiempo es lo único que tengo de sobra, tiempo que vendo disfrazado de miradas, de atención que quema como un hierro al rojo, y que me deja vacío cada vez.

Llevo el catálogo de Belleza Eterna bajo el brazo, con las esquinas dobladas como recuerdos que no quiero soltar, y post-its donde garabateé frases que suenan a promesas rotas: “hidratación profunda = juventud que se escapa pero regresa un rato” o “este contorno de ojos borra las noches sin dormir… y las que sí, las que te dejan con el alma hecha trizas”. No creo en eso, no del todo, pero la vendo porque es lo que me mantiene en pie, o al menos caminando.

Claudia me espera en el 3B, y lo sé antes de tocar la puerta, lo siento en el aire que se espesa como antes de una tormenta. Su marido se fue hace ocho meses, los niños están con la abuela, y el silencio en su casa debe pesar como una losa, como esas deudas que no se pagan con dinero solo. Abro la puerta y ella dice:
—Pasa, Will.

Con esa voz que es un susurro, un susurro que me envuelve como una mano en la nuca, diciendo que ya decidió caer pero quiere que yo la empuje, despacio, con esa suavidad que duele más que un golpe.

Entro, y el olor a café recién hecho se mezcla con su perfume floral, un perfume que ya no engaña a nadie pero que aún intenta, que aún clava sus garras en el aire. Dejo el catálogo en la mesa de vidrio, junto a un vaso de vino tinto a medio beber, rojo como sangre que no se derrama pero que late. No digo nada del vino, ni del desorden que grita soledad; solo me siento, cruzo las piernas con esa elegancia que copié de alguna serie, y le digo:
—Traje la crema que promete diez años menos… aunque tú no los necesitas, Claudia, no los necesitas en absoluto.

Ella ríe, una risa cansada pero real, una risa que me atraviesa como un rayo, y sé que ya gané, o perdí, dependiendo de cómo lo mires. No vendo productos, no; vendo la ilusión de que alguien la ve, la desea, la toca como si fuera algo sagrado y prohibido a la vez. Le muestro la crema, le hablo de los activos como si fueran secretos ancestrales, pero es mi mano la que hace el trabajo, mis pulgares masajeando una gota en su cuello, despacio, tan despacio que siento su pulso acelerarse bajo la piel, un latido que me llama, que me susurra pecados que no quiero confesar pero que no puedo ignorar.

Ella cierra los ojos, y el aire se carga, se hace pesado, eléctrico, como si el mundo se redujera a ese roce, a ese calor que sube desde el vientre y me aprieta el pecho. No es por ella, no del todo; es por la cercanía, por ese vacío que siempre llevo dentro, ese anhelo animal que me devora y me deja jadeando. Nuestros cuerpos se acercan sin permiso, y de repente estamos en el sofá, en un torbellino de manos que buscan, que arañan, que prometen olvido aunque sea mentira. Es rápido, húmedo, sin palabras que lo arruinen; ella gime como si le doliera el alma, como si cada embestida sacara un pedazo de su soledad, y yo me muevo como si huyera de mí mismo, de ese deseo que no es solo carne, sino algo más profundo, más jodido, que me quema por dentro.

Después, ella queda ahí, boca abajo, con la sábana a medio caer, revelando curvas que aún tiemblan, y yo me levanto, con el sudor pegado a la piel como una segunda capa de culpa. No me visto del todo, solo los pantalones, y busco mi billetera, cuento los billetes que dejó en la mesita: cien dólares, más que la crema, más que este momento que nos deja a ambos rotos. No pienso en eso, no; pienso en la clínica, en la cita del jueves, en las jeringas que me pincharán en el vientre para despertar algo que se niega, algo que debería ser natural pero que en mí es un desierto.

Guardo el dinero en el bolsillo interior de la chaqueta, junto a esa foto recortada de una revista, un bebé que no es mío pero que miro como si pudiera serlo, como si sostuviera mi propio sueño en papel. Me asomo a la ventana, y afuera una mujer camina con el vientre abultado, agarrando la mano de un niño pequeño; me quedo quieto, la respiración se me atasca en la garganta, no es deseo lo que siento, es reverencia, una reverencia que duele como un cuchillo en el pecho, por lo que nunca tendré, por lo que anhelo más que el aire.

Claudia murmura en sueños:
—Quédate…

Y su voz es un hilo que me tira, que me pide algo que no puedo dar. No respondo; solo le acomodo la sábana sobre los hombros, como haría un padre con su hijo, con esa ternura que me rompe por dentro. Salgo sin ruido, como un fantasma que se lleva pedazos de almas ajenas.

En el ascensor, me miro en el espejo: un chico guapo, bien vestido, pero con ojos demasiado tristes, ojos que han visto sueños morir antes de nacer. Y pienso, una y otra vez: las mayores son mejores… porque no me piden lo que no puedo dar, no me piden un hijo que nunca concebiré.

Le vendí a Claudia una crema, pero lo que vendí de verdad fue un catálogo… el mío: de abrazos, de caricias, de mentiras hermosas que sólo sirven por una noche.

Pero lo que no digo, lo que guardo como un secreto que me quema la piel, es que eso es lo que más quiero: un hijo, uno que me mire con ojos que ya sueño, y me diga “papá”, un papá que soy en sueños pero no en esta carne estéril. Camino hacia el metro, con el catálogo bajo el brazo y el dinero pesando como plomo, vendiendo todo menos ese deseo que me parte en dos, que me deja jadeando en la oscuridad.




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