Las maduras son mejores. El catálogo del amor.

Capítulo 3: La Nueva Vecina, en Mi Piel

El edificio donde vivo no es de esos que te hacen girar la cabeza, pero tampoco es un basurero. Es clase media pura, con cortinas que se cierran como si escondieran secretos de estado, macetas en las ventanas que fingen vida, y un silencio después de las diez que es más mandato que acuerdo. Por eso, cuando Adriana se muda al 3C, el tercer piso entero se convierte en un murmullo de ojos curiosos y lenguas que no descansan. Es joven, treinta y cinco, tal vez, pero lleva el cansancio como si fuera un abrigo que le queda grande, uno que arrastra por el suelo. Sus ojos son de los que han llorado tanto que ya no hacen ruido, y su sonrisa… joder, su sonrisa aparece solo cuando cree que nadie la mira, como un pájaro que se asoma y se esconde rápido.

La veo desde el primer día. No por su belleza, aunque es hermosa, con ese pelo negro que cae como una sombra que te envuelve, que te tienta a perderte en ella. No, no es eso. Es la forma en que mira a los niños en el parque, como si los contara uno por uno, como si buscara a alguien que no está ahí. Me parte el pecho, esa mirada. Pero no me acerco. Todavía no. En este edificio, las reglas no se escriben, se respiran, se susurran en los pasillos, y yo… yo soy un rumor que camina.

Nunca he dicho cuánto cobro, nunca he dicho que cobro, pero Claudia ya le contó a Laura, Laura a Fátima, y Fátima a su prima del 4B, y así mi nombre se pasea entre las madres solteras del barrio como si fuera la receta de un pastel que nadie admite querer probar. “Busca al chico del catálogo”, dicen. “Es discreto, joven, educado. Te hace sentir viva otra vez.” Las que me “contratan” piden cremas, perfumes, maquillaje, pagan por el frasco… y luego, en la penumbra de sus departamentos, pagan por lo otro. Con billetes doblados, con favores que saben a deuda, con noches donde finjo que el tiempo no me pesa.

Las casadas son otra cosa. Para ellas, solo soy el vendedor, el tipo guapo que les recuerda que aún tienen poder, que aún pueden hacer que un hombre las mire. Pero no cruzan la línea. No se atreven. Las solteras, en cambio, ya no tienen nada que perder. Ellas sí se arriesgan, y yo… yo soy el riesgo que eligen.

Así que cuando Adriana abre la puerta del 3C y me ve con el catálogo bajo el brazo, no es la primera vez que me ve. Lo sé por cómo me mira, no con sorpresa, sino con reconocimiento, como si ya supiera quién soy, qué hago, qué vendo. Ha oído los rumores, ha sentido la mirada de Claudia cuando dijo: “Deberías conocerlo. Te haría bien.”

—Hola —le digo, con esa voz que he perfeccionado, la que suena como si ya supiera su nombre, su historia, su piel—. Soy del edificio. Vendo productos de belleza.

Ella me observa, y no es deseo lo que veo en sus ojos, no todavía. Es algo más pesado, más antiguo, como si estuviera midiendo el peso de mi presencia.
—Ya me hablaron de ti —dice, y su voz es un hilo que podría romperse, pero no lo hace.

Silencio. Un silencio corto, denso, como el momento antes de que el cielo se abra y caiga la tormenta.

—¿Quieres pasar? —pregunta, sin sonreír, pero con una intensidad que me clava al suelo.

Asiento, porque no sé hacer otra cosa. Entro, y el departamento huele a vainilla, pero no de las dulces, sino de las que duelen, mezclada con una soledad que aún no se instala del todo. Hay cajas sin abrir apiladas contra la pared, fotos tiradas en el suelo como recuerdos que no encuentran su lugar, y un pequeño altar con una foto de un hombre y una fecha: 2019.

—Mi esposo —dice, siguiendo mi mirada—. Murió hace dos años.

No digo “lo siento”. No me toca. Solo asiento, como si entendiera que hay muertes que no se superan, solo se cargan, como piedras en los bolsillos. Le muestro el catálogo, le hablo de la crema revitalizante, pero mis palabras son solo ruido, un telón de fondo para el verdadero espectáculo: el silencio entre nosotros, el roce de mis dedos al pasar las páginas, firmes, demasiado firmes, como si quisiera demostrarle que no tiemblo, aunque por dentro estoy hecho un nudo.

—¿Cuánto cuesta el set completo? —pregunta, y su voz es baja, casi un susurro, pero lleva un filo que me corta.

—Treinta —respondo, sosteniéndole la mirada.

Ella asiente, abre su billetera, saca un billete de cincuenta. Lo deja en la mesa, pero no lo suelta del todo, como si quisiera que yo lo tomara, que lo aceptara, que entendiera lo que está ofreciendo.
—Quédate con el cambio —dice, y sus ojos dicen lo que su boca no se atreve: Quédate conmigo.

No toco el dinero. Lo dejo ahí, en la mesa, como si fuera una prueba, un desafío.
—¿Estás segura? —pregunto, y no hablo de la crema, hablo de lo que viene después, de lo que ambos sabemos que está flotando en el aire, denso como el calor de su piel.

Ella me mira, y por primera vez sonríe, una sonrisa que es más tristeza que alegría, pero que me golpea como un rayo.
—No —dice, y su voz tiembla, pero no se quiebra—. Pero necesito sentir que aún puedo elegir algo.

Y en ese momento, no pienso en la clínica, en las agujas, en el bebé que nunca tendré. No pienso en el deseo que me quema el pecho, ni en los billetes que cuentan mi valor. Pienso en ella, en esa sonrisa rota, en esa necesidad de elegir aunque sea un error. Pienso que, a veces, el consuelo es lo más cerca que estamos de amar, aunque no dure, aunque no cure, aunque sea solo un instante que se desvanece como el perfume en su piel.

Me quedo.




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