No sueño con ella, no con Valeria como un fantasma entero, sino con pedazos que me persiguen como perros hambrientos. Su champú de manzana verde, ese olor que se me metía en la cabeza como una droga barata. Su risa, esa que salía cuando tropezaba con las palabras y fingía ser más listo de lo que soy. Y luego, el silencio, joder, ese silencio que cayó como una losa después de que todo se rompiera. Tenía veintidós, como yo, estudiaba psicología como si quisiera descifrarme antes de que yo mismo lo intentara. Quería niños antes de los treinta, decía que eran la prueba de que este mundo de mierda –perdón, de porquería– aún valía la pena. La conocí en una fiesta de la uni, yo vendiendo perfumes de catálogo para no dormir en la calle, ella sirviendo cerveza con una sonrisa que no pedía nada a cambio, como si el mundo le debiera algo.
Al principio, no le conté lo de mi libido, esa bestia que no sé domar. Pero ella lo vio, no con esa mirada de “te voy a juzgar”, sino con una ternura que me desarmaba. “Eres como un río,” me dijo una noche, con la mano en mi pecho, “no puedes parar, y yo no quiero que pares. Solo quiero que fluyas hacia mí.” Y lo hice, carajo, lo intenté. Durante un año, volví a ella, no dejé de ser el cabrón que soy –no podía–, pero aprendí a regresar, a dejar las otras camas por su calor. Ella lo aceptaba, “es tu naturaleza,” decía, “no es traición si no hay engaño.” Pero había algo que ni su perdón podía tragar: el vacío.
Cuando cumplimos un año, dejó las pastillas. “Quiero un hijo contigo,” me soltó, con los ojos brillando como si viera un futuro que yo no podía alcanzar. “No importa cómo, adoptamos, usamos donante, lo que sea. Pero que nazca de nosotros.” Sentí que el suelo se abría, que me tragaba entero. Porque lo sabía, lo había sabido desde los dieciocho, desde el urólogo que me miró con pena y las pruebas que gritaron lo que mi cuerpo ya susurraba: no puedes, William, no puedes. Se lo dije bajo la lluvia, afuera de su departamento, no en la cama donde todo era fácil, sino en la calle, como si no mereciera estar dentro cuando le confesara mi ruina.
Ella no lloró. Me miró, largo, profundo, como si me viera de verdad por primera vez… y por última. “¿Por qué no me lo dijiste antes?” preguntó, y su voz era un cuchillo que no cortaba, solo dolía. “Porque te ibas a ir,” le dije, y era la verdad más cruda que había soltado. “Me voy ahora,” respondió, “pero no por tu cuerpo. Me voy porque nunca confiaste en que te amaba aunque no pudieras darme eso.” Y se fue, con una maleta pequeña y una nota en la mesa: “Gracias por enseñarme que el amor no siempre es suficiente.” Sin gritos, sin puertas que se cierran, solo un adiós que aún me quema.
Después de Valeria, entendí algo que me jode cada día: el amor de verdad exige un mañana, y yo no tengo mañana que ofrecer. No puedo prometer una boda, ni hijos, ni fidelidad, porque mi cuerpo me traiciona como un amigo borracho. Así que elegí lo que sí puedo dar: presencia, atención, una noche donde alguien se sienta deseada, cuidada, viva –aunque sea una mentira bien pagada. Las mayores no me piden un futuro, solo un ahora, y eso, joder, eso sí lo tengo en el catálogo.
Esa noche, después de dejar a Adriana dormida en su cama nueva, con el olor a vainilla todavía pegado a mi piel, camino hasta el parque. Me siento en una banca, miro las estrellas como si fueran a darme respuestas, y por primera vez en años digo en voz alta: “Lo siento, Valeria.” No sé si es por haberle mentido, o por no creer que alguien pudiera amarme con este cuerpo inútil. Lo que sí sé es que desde entonces dejé de buscar amor. Solo busco cuerpos que me perdonen… por no poder dar lo que más anhelo recibir.