Los hijos de Claudia son Sofía, nueve años de ojos tristes que parecen haber visto más injusticias que yo en mis noches perdidas, y Diego, siete años de manos parlanchinas y risas que abren la boca como si los superhéroes fueran reales –sobre todo si llevan chaqueta bien planchada y saben dividir con decimales. No vine a dar clases particulares, joder, vine a entregarle a Claudia una crema facial que olvidó pagar la última vez, como si mi catálogo fuera un maldito banco de favores. Pero cuando abro la puerta y veo a esos dos en la cocina, rodeados de libros, lágrimas y un dinosaurio dibujado donde debería estar un dictado, algo en mi pecho se suelta, como si un nudo que no sabía que tenía se deshiciera con un cuchillo caliente.
—¿Necesitan un profesor de emergencia? —suelto, dejando el catálogo sobre la mesa como si fuera mi escudo contra la ternura. Diego me mira como si fuera Batman con descuento, y pregunta:
—¿Sabes de matemáticas?
—Sé de todo, pequeño, hasta de cómo sobrevivir a madres olvidadizas —respondo, sentándome con una sonrisa que no me cuesta nada practicar. Miento, claro, pero hoy, para ellos, soy el maldito Einstein de los barrios.
Saco galletas de la alacena de Claudia –porque sí, sé dónde guarda las provisiones– y les explico fracciones cortándolas en mitades, luego en cuartos. Sofía asiente, concentrada como si resolviera el misterio de la vida, y cuando lo pilla, me suelta una sonrisa pequeña, de esas que no piden permiso. “Eres mejor que la maestra,” dice, y joder, siento un nudo en la garganta que no sé si tragar o escupir. Mientras Diego lee en voz alta –“El perro corre… el gato salta…”–, miro alrededor: fotos en la pared que gritan familia, juguetes bajo la mesa que nadie recoge, una mochila rota que nadie ha tenido tiempo de coser. Este es el hogar que nunca tuve, el que nunca podré construir, y me río por dentro pensando que mi catálogo debería vender sueños de paternidad, no cremas antiedad.
—¿Tú tienes hijos, Will? —pregunta Sofía de golpe, y me congelo como si me hubieran pillado robando.
—No, pequeña —digo, suave, como si la mentira no me quemara—. Pero si los tuviera… me gustaría que fueran como ustedes, con más caos que un circo.
Diego me mira serio, como si estuviera decidiendo mi destino, y suelta:
—Entonces… ¿puedo llamarte tío Will?
No es broma. Es una adopción a la fuerza, y trago saliva como si me fuera la vida en ello. Asiento.
—Claro, campeón, pero no esperes que te saque de apuros con la maestra.
Y ahí, algo se quiebra dentro de mí, no de dolor, sino de una ternura que me da asco y me encanta a la vez. “Tío Will” no es un título, es una promesa que no pedí, pero que acepto con el corazón en la mano, aunque sepa que es un préstamo que se vence.
Más tarde, salgo del edificio con el móvil vibrando como si el destino me estuviera jodiendo. Es Adriana: ¿Estás libre esta noche? No necesito cosméticos. Solo… compañía. No dice “sexo”, no dice “dinero”, dice compañía, y eso me pone los huevos de corbata. Porque la compañía implica quedarse, hablar, que alguien te vea como algo más que un alivio rápido. Respondo: Sí. Paso en una hora, antes de que mi cabeza me convenza de huir. Quizás es por Diego llamándome “tío”, quizás necesito sentir que aún sirvo para algo que no se paga con billetes.
Llego al 3C, y Adriana no está de gala: pelo suelto, sudadera vieja, pies descalzos como si el mundo no mereciera tacones. “No te vestiste para mí,” digo, medio en broma, levantando una ceja. “Me vestí para estar cómoda,” replica ella. “¿No es eso lo que quieres?” Y joder, no sé qué responder, porque quiero muchas cosas, pero ninguna que pueda admitir.
Nos sentamos en el sofá, no nos tocamos, solo hablamos. Me cuenta de la uni que dejó, del marido que se lo llevó el cáncer como un ladrón silencioso, de los sueños que enterró con su anillo. Yo no suelto mi verdad –la clínica, la infertilidad–, pero tampoco miento del todo, solo escucho, y en ese silencio compartido nace algo raro, no deseo, sino un reconocimiento que me raspa el alma. Al despedirnos, me abraza, no como amante, sino como quien encuentra un refugio en medio del temporal. “Gracias por no fingir,” susurra, y me voy con el corazón más pesado… y más ligero, como si alguien me hubiera quitado una piedra y dejado un hueco a cambio.
En la calle, miro hacia las ventanas. Veo la silueta de Diego, pegado al cristal, saludándome con la mano como si fuera un héroe de verdad. Levanto la mía, y pienso: Quizás no soy padre. Pero hoy… fui tío. Y por ahora, eso tiene que bastar, aunque el miedo me corra por la espalda pensando en qué pasa si Adriana empieza a esperar más de lo que puedo dar.