El mercado apesta a cebolla frita, plátano maduro y sudor de mediodía que se te pega como una mala resaca. Odio venir aquí, joder, pero hoy necesito frutas baratas para el orfanato –Cayetana me pidió manzanas para los chavales, como si yo fuera el puto Santa Claus de los huérfanos–, así que me meto entre los puestos con la gorra baja y las manos en los bolsillos, fingiendo que puedo pasar desapercibido. Ja, como si eso fuera posible con mi cara de vendedor de sueños rotos.
Y ahí está Celia, de espaldas, con una mano en el puesto de aguacates y la otra en esa curva de vientre que parece un maldito milagro envuelto en vestido floreado. El pelo en una coleta desordenada, pies hinchados en sandalias que gritan "rindeos", y yo me detengo como si hubiera visto a Dios en chanclas. No es deseo, no, es reverencia pura, como si estuviera en una iglesia y no supiera si arrodillarme o salir cagando leches.
Me acerco, casi sin querer, y suelto: “¿Necesitas ayuda? O sea, pareces a punto de conquistar el mundo con mandarinas.” Mi voz sale suave, temblorosa, como si no fuera mía. Ella se gira, ojos grandes, cansados pero tranquilos, y sonríe. “Gracias… pero ya casi termino.” Insisto: “Déjame, o mi ego no me lo perdonará,” y le quito la bolsa antes de que proteste. No la toco más que eso, ni un roce, como si su piel fuera el santo grial y yo un pecador con catálogo.
Le cargo las mandarinas, los plátanos, el pan de dulce que compró “porque el bebé lo pidió” –claro, porque los fetos mandan mensajes por telepatía–. Camino a su lado, medio paso atrás, como un guardia que no cobra. “¿Eres familiar?” pregunta, curiosa. “No, solo me gusta ayudar. Soy el héroe anónimo de las bolsas pesadas.” Ella ríe: “Eres raro. La mayoría de los chicos de tu edad huyen de las embarazadas como de la peste.” “Yo no,” digo, y es la verdad más cruda que he soltado en meses, como si mi alma estuviera confesando pecados.
Llegamos a su edificio, rejas oxidadas y macetas que fingen vida, y me agradece: “¿Cómo te llamas?” “Will.” “Gracias, Will.” Asiento y me voy, pero no del todo. Me quedo en la esquina, viéndola subir las escaleras, parando a respirar, tocándose el vientre como si charlara con un viejo amigo. Y yo, por primera vez en una eternidad, no pienso en polvos, ni en billetes, ni en mi mierda de vida. Pienso en ese latido dentro de ella, y rezo sin dios ni fe: Que nazca sano, fuerte, amado, y no termine vendiendo cremas como yo.
Esa tarde, Claudia llama: “Los niños te extrañan,” con una voz más suave que de costumbre, como si estuviera vendiéndome algo. Voy, y Sofía y Diego me reciben como si fuera el puto rey del barrio. Me enseñan dibujos, me piden cuentos, y me siento en el sofá con Diego en una pierna y Sofía en el hombro, como un árbol humano con frutos colgando. Claudia observa desde la cocina, y joder, su mirada ha cambiado: ya no soy el tipo que le calienta la cama, soy el que hace reír a sus críos, el que explica fracciones con galletas.
“Will,” dice cuando los niños se duchan, “¿alguna vez pensaste en tener una familia?” Me congelo, como si me hubiera pillado con las manos en la masa. “No es para mí,” evasivo como un político. “¿Por qué no? Eres bueno con ellos. Eres… presente.” “Claudia…” empiezo, pero las palabras se atascan. Ella se acerca, ojos brillando: “No te estoy pidiendo nada. Solo… imaginar.” Y ahí está el jodido problema: imagino, carajo, imagino despertar con ella, tareas nocturnas, Diego llamándome “papá” en vez de “tío”. Pero también imagino mi libido traicionándome, saliendo sin explicación, el día que descubran que su “papá” no puede dar hermanos ni fidelidad.
“No puedo darte eso,” digo bajo. “No soy ese hombre.” “¿Y si no necesito al perfecto? ¿Si solo necesito uno que los ame como tú?” No respondo, porque los amo, joder, demasiado. Y por eso no puedo quedarme. Salgo con el corazón hecho trizas, no por rechazarla, sino por saber que si me quedo, les rompo el alma a los tres.
En la calle, miro al cielo, pienso en Celia y su vientre, en Diego y su “tío”, en Claudia y su sueño. Y me digo: Las mayores son mejores… porque no piden futuro, solo un presente que sí puedo dar. Pero esta vez, la frase no consuela, solo me deja más solo que un perro en la lluvia.