Las malas semillas

2

Catherine sabía que debía de aguardar con aplomo a que John volviera a su lado, pero cada día su ánimo se debilitaba y se sumergía en una aguda tristeza. Él todavía no estaba listo para ella, pero cuando lo estuviera, iría a buscarla y la rescataría de la profunda aflicción en donde se estaba ahogando. Por lo tanto, los paseos de la niña se terminaron y también sus expediciones por el bosque. Su tía y Ellie habían notado su decaído comportamiento, por lo que Annie había llamado de nuevo al doctor y Ellie pasaba más tiempo con la niña con el fin de que se recobrara.

—Tienes que comer, niña Cathy o de lo contrario enfermarás —le decía Ellie, acercándole fruta fresca en la cama.

—¿Dónde está mi tía?

Ellie la miró con tristeza y le acarició el cabello.

—Ella es una mujer muy ocupada y casi nunca está aquí, niña Cathy.

—Ni siquiera le importo —sollozó, pensando que su tía era el único recordatorio de que su madre hubiera existido. Annie era media hermanastra de la madre de Cathy y no compartían rasgos. Su tía tenía una espesa cabellera marrón y fríos ojos verdes. En cambio Charlotte, era igual a la niña, excepto que era aún más hermosa y triste.

—No digas eso, claro que le importas, es sólo que nunca tuvo hijos y no sabe cómo acercarse a ti…

El pánico acudió a Catherine cuando transcurrieron tres semanas y John no volvía a aparecer. Casi estuvo a punto de romper el pacto con ella misma de dejarlo tranquilo hasta que estuviera listo, pero logró recuperar la compostura. Pensó en volver al bosque, claro que lo pensó, y más veces de las que eran saludables, pero no pudo ni siquiera salir de la casa. «No puedo arriesgarme a ir allá —pensaba Catherine—. Él tiene que volver a mí porque si yo lo hago primero y resulta que John sólo ha sido un producto de mi imaginación durante todo este tiempo, sé que moriré con seguridad. Ya nada me ataría a esta vida».

Después de algunos días la niña se atrevió a salir. Esa mañana había tenido una pesadilla muy vívida, de la que ahora no se acordaba, pero sólo sabía que necesitaba aire fresco y los rayos del sol. Ese día en particular pensaba mucho en su madre y cuando miró al cielo, deseó que ella se encontrara por fin allí, descansando de su perpetua aflicción. Casi podía sentir su espíritu en el aire, entre los árboles, cuidándola desde las otras tierras. Cathy deseó que en el lugar en donde estuviera su madre hubiera tantos girasoles como en los que ella estaba oculta.

De pronto algo bloqueó la luz del sol y Catherine alzó la vista, asustada de que la hubieran descubierto y la obligaran a regresar a casa, pero no era Ellie, ni su tía, sino John, quien estaba parado frente a ella. El corazón de la niña se detuvo cuando vio ese par de ojos azules que parecían opacar al cielo.

El muchacho lucía incómodo plantado allí, entre los girasoles, como si no perteneciera a aquel paraje extraño y Cathy estaba muda de asombro, sin poder creer que John se presentara ante ella a la luz del sol. Él parecía aturdido y adolorido, pero como pudo se puso de cuclillas y le dirigió una mirada transida.

Cathy le sonrió y en sus ojos había lágrimas.

—Sabía que volverías —dijo ella, cegada por el sol, cegada por él.

En ese momento, John quiso levantarse y volver a desaparecer, pero como si hubiera adivinado sus pensamientos, Catherine lo retuvo con una mano férrea.

—Creí que te quedarías… que te quedarías hasta hacerme libre… —gimió la niña, presa del pánico.

Indefenso, John se dejó caer en la tierra junto a ella. Ahora podía contemplar casi con claridad el brillo dorado de Catherine. «Aquí voy —se dijo—. Camino directo al sol y no me he quemado». Ella era probablemente la única persona en este mundo que parecía necesitarlo.

—Esto es… extraño —dijo él.

El comentario la hizo reír por lo bajo, pero pronto la risa murió en sus labios. Fue como pasar de un día soleado a una tormentosa lluvia de un momento a otro. John se desconcertó, pero mantuvo la promesa consigo mismo de no irse.

—Tengo miedo… —susurró ella.




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