Las malas semillas

4

John se deslizó en el crepúsculo hasta la parte trasera de la mansión como la criatura silenciosa que era. La puerta de la cocina que daba al patio estaba abierta de par en par con el fin de dejar entrar todo el aire necesario para refrescar las habitaciones cuando llegara la noche.

Esa mañana, el blues flotaba desde una radio chatarra, la cual parecía animar a todos. Afuera había casi cuarenta grados, pero eso no parecía afectar a Catherine, ya que conversaba animadamente con la servidumbre, sin dejarse desalentar por las inclemencias del clima. Incluso parecía que, en vez de abatirse, la niña tomaba fuerzas del abrasador sol.

John se aplastó contra una esquina para que no lo vieran y espió por el resquicio de una ventana, mordisqueándose la uña sucia del pulgar. Era un gesto que lo perseguía desde que tenía memoria. Vio a Catherine sonriendo y comiendo una manzana, sentada sobre la mesa y balanceando un pie en el aire. Las mujeres de la cocina la dejaban parlotear sin parar y se reían de alguna ocurrencia divertida que salía de la boca de la niña. Se suponía que ella debía de ayudar en la cocina durante los cinco días la semana, pero la niña no parecía recordarlo.

John todavía no sabía cuál era la razón por la cual Catherine no lo abandonaba. Tal vez era porque se sentía muy sola y creía que John era el único que podía entenderla. Tal vez era porque los dos eran huérfanos.

Catherine seguía parloteando, intentando cumplir con sus tareas del día, cosa que se le daba terrible. Pero lo que no se le daba mal era engatusar a la gente. Ella sabía muy bien cómo utilizar su encanto para hacer que las personas hicieran lo que quisiera, incluso cuando algunas veces eso iba en contra de sus mismos deseos. John no podía asegurarlo con certeza, ya que su encanto salía de una forma muy natural, pero sospechaba que Catherine conocía muy bien sus habilidades desde el día de su nacimiento y que sabía utilizarlas para conseguir lo que deseaba.

Una vez que la Catherine logró afrontar la muerte de su madre, se transformó en una niña completamente diferente. Se volvió sonriente, atenta con todo mundo y encantadora. John quería pensar que todo era gracias a él y que, con su compañía y atención, ella se había vuelto una nueva y más feliz persona, pero no estaba muy convencido de ello, aun cuando intentaba creerlo con todas sus fuerzas.

Convertida en la persona favorita de la granja, las mujeres limpiaban la ración de habas que le tocaban a Catherine el día de hoy, sin protestar ni reprenderla ni una sola vez por su holgazanería, conformándose con escuchar atentamente la historia fantástica que les narraba. La niña les contaba sobre la aventura que había transcurrido la semana pasada en el condado vecino. Cuando Catherine terminó de hablar con su voz dulce y musical, la cocina se inundó de risas.

Cansado de tal espectáculo, John se llevó las manos a la boca y emitió el sonido del azulejo, el cual era el pájaro favorito de la niña. Las mujeres en la cocina continuaban riendo, pero Catherine ya no lo hacía, sino que se puso en guardia al escuchar la señal. Su cabeza giró y sus ojos se encontraron con los de él, a través de la ventana. Entonces ella le dedicó una sonrisa tan cálida como el mismo sol. A nadie le sonreía así, salvo a él, pero el muchacho no pudo corresponderle.

En cuanto John advirtió la sonrisa, bajó la cabeza y se miró las uñas sucias, con gesto dolorido, para después dar la vuelta y correr hacia los árboles, en busca de refugio.

Mientras eso pasaba, sin dejar de mirar por la ventana, Catherine tomó un poco de fruta fresca, guardándola en la bolsita que colgaba de la pared. Se volvió un momento para dirigirle unas cuantas palabras a Ellie, y después de susurrarle con su voz dulce y mirarla con ojos expectantes, la criada asintió, derrotada. Catherine le dio un rápido beso en la frente y salió corriendo por la puerta.

La niña encontró a John en una cumbre solitaria, resguardado por los árboles. La altura les otorgaba una vista espectacular del ocaso, el cual, al parecer, era lo único que le parecía fascinante al muchacho, pues no podía dejar de mirarlo. Catherine se acercó para llamar su atención, pero fue fulminada con unas terribles palabras:

—Ya no podemos seguir viéndonos —la voz de John fue sombría y su rostro aún más cuando se volvió hacia ella.

Catherine recibió el comentario como una bofetada y dejó caer la bolsa con la fruta. Sus manos comenzaron a temblar de furia y de miedo al mismo tiempo. Este último parecía haberla paralizado. Sólo una vez se había sentido así de impotente y de asustada, pero no podía recordarlo o de lo contrario se volvería loca allí mismo.




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