—Sí, ¿quién pregunta? —lo miro extrañada.
—Ciel —responde. Su voz me llama la atención, es masculina y agradable.
—Ciel… Vaya nombre curioso —dejo el libro a un lado—. ¿Pero te digo algo, Ciel? —miro su máscara intrigante—, es de mala educación presentarte y tener una máscara en el rostro —. Pongo cara de cortesía y una especie de amabilidad.
Él se sube la máscara a medias y veo su sonrisa.
—A algunos nos es prohibido mostrar nuestros rostros —concluye.
Lo veo allí, parado a poca distancia de mí con su ámbito misterioso, sin saber qué quiere, y me pica la curiosidad.
—¿Y bien?, ¿qué sucede?
Ciel avanza y pone una rodilla en el suelo, quedando casi frente a mí. Instintivamente me alejo un poco, pero no lo suficiente como para quedar fuera de su alcance.
—¿Disculpa? —su cercanía me genera un poco de inseguridad.
—Romina, Pueblo Gríseo corre un gran peligro. Déjame mostrarte —me acerca su mano y por reflejo se la hago a un lado—. Romina, te voy a mostrar el gran peligro que corre este pueblo. Confía en mí —me dice, y algo en su mirada de ojos grises, profundos, melancólicos bajo la máscara me genera una pequeña confianza—. No te muevas —añade, y pone su mano sobre mi cabeza.
Me siento incómoda y extraña con su mano sobre mi cabeza, me pregunto si tan solo quiere acariciar mi cabellera pelirroja, pero entonces empiezo a sentir un gran sueño, y todo se vuelve negro.
¿Me ha drogado?
* * *
—¿Romina?
Escucho su voz con un eco. ¿Cómo sabe mi nombre, además?
—¿Romina?
Me tardo un poco en darme cuenta de que puedo hablar. Todo está negro. Con una especie de aturdimiento, respondo:
—Sí, dime…; espera, ¿qué me has hecho?
—Romina, tal y como he dicho te mostraré lo que le pasará a Pueblo Gríseo si no se hace lo que es debido para evitarlo.
Sorprendida, veo que mi vista se empieza a aclarar, y, casi con espanto, reconozco enseguida que estoy en mi pueblo. Estoy anonadada.
—¿Es esto un sueño?
—No, no lo es —responde la voz del extraño; bueno, no tan extraño ahora, pues ya me ha dicho su nombre.
—¿Qué hacemos aquí?
—Déjame explicártelo… —Ciel se pone a cierta distancia frente a mí y abre sus brazos—. Ya no estás en el instituto, sigues en Pueblo Gríseo pero estas en el centro de este, como lo puedes notar. Y aquí sucederá algo que te dejará sin palabras, pero lo más importante es que no dejes que te domine el miedo. No te vayas a desesperar —las palabras de Ciel, sin poder evitarlo, me infunden temor en vez de calmarme.
—Debo estar soñando… —pienso en voz alta.
—Ok, partamos desde lo básico. Aquí siempre está nublado, ¿verdad? —Ciel se queda mirando al cielo y me fijo con más detenimiento en su máscara. Tiene nubes grises pintadas, orificios para los ojos, una nariz y labios sobresalientes y en la frente tiene una raya vertical, que es, estoy segura, el número uno—. No hay otro clima en Pueblo Gríseo. El sol no se ve a causa de las nubes, llueve seguido; siempre es un eterno invierno, ¿verdad?
—Sí —asiento—, todo eso ya lo sé.
—Pues bien, ¿qué pasaría si de un momento a otro las nubes empezaran a volverse negras?, ¿qué pasaría?
Muevo la cabeza de un lado a otro, sin que se me ocurra una respuesta.
—Te mostraré lo que pasaría —dice Ciel—. Mira al cielo.
—Lo estoy viendo —le digo, y un escalofrío comienza a recorrerme, a la vez que todo se vuelve más oscuro. No puedo creerlo; ante mis ojos, las nubes se van volviendo negras, de un momento a otro queda una capa negra de nubes atiborradas sobre Pueblo Gríseo.
—¿Qué está pasando? —pregunto, y creo que es la pregunta más sensata en el momento y casi obligatoria.
—Sigue mirando —contesta Ciel, enigmáticamente.
De pronto, en vez de un escalofrío ahora tengo un sobresalto, pues pasa lo que nunca esperé: con sonidos de estallidos comienzan a caer rayos por todas partes, iluminando todo el alrededor de blanco por breves segundos. En el cielo se desata una furiosa tormenta eléctrica. Me siento muy asustada ante el peligro constante de que caiga uno cerca de nosotros o, lo que es peor, sobre nosotros. A punto de desmayarme, pierdo el equilibrio y caigo sobre los brazos de Ciel.
—¿Estás bien?
—No… —respondo, con una especie de sopor.
—Lo siento, debo seguir mostrándote… Mira, los relámpagos ya cesaron.
Abro los ojos débilmente. Es como dice. Y creo más que nunca estar soñando, pues un rayo baja de las nubes y me apunta directamente al rostro.
Como una niña asustada, levanto ligeramente una mano.
—Los cielos… se están abriendo —observo.
Sin poder evitar creer que todo es producto de mi imaginación, las nubes se hacen a los lados y una luz intensa cae sobre mí, y el cielo se pone azul, y siento una especie de felicidad secreta que en este momento no quiero compartir con nadie más que conmigo misma, una felicidad mezclada con susto y admiración. El cielo está azul. Pensé que solo existían los cielos azules en la televisión, y allí, en lo alto, casi en línea recta conmigo, está un disco perfectamente circular y resplandeciente; eso es…
—Es el sol —digo débil, con cierto tono de inocencia, y una vez más pienso en que aquello conocido como el sol era cosa de las películas.
—El sol. Pero no es el sol ordinario. Este es otro. Este es el…
No alcanzo a escuchar lo que dice Ciel, pues escucho gritos, gritos de gente alborotada; chicos y chicas, mujeres y hombres, niños; voces por todo el pueblo de personas que de un momento a otro parecen haber aparecido en las calles y que salen de las casas. El grito de una mujer me deja helada.