La clínica apesta a limón podrido, un limón que no limpia nada, solo disfraza la desesperanza con un olor que quema la garganta. Lo odio. Odio cómo se mete en mi ropa, en mi piel, como si quisiera recordarme que no hay cura aquí, solo espera, una espera que me carcome los huesos. Me siento en la sala, con el catálogo de Belleza Eterna abierto sobre las rodillas, como si fuera un maldito escudo. Las cremas antiedad, con sus promesas de juventud eterna, son mi coartada, pero no engañan a nadie. Los demás en la sala me miran de reojo: un tipo de veinte años, vestido como si fuera a una cita, hojeando un catálogo en una clínica de fertilidad. Algunos fruncen el ceño, como si mi presencia fuera un insulto. Otros bajan la vista, incómodos, como si mi infertilidad fuera un pecado que no merezco cargar. Yo no los miro. Finjo leer los ingredientes del ácido hialurónico, pero en realidad cuento las baldosas del piso. Ciento treinta y siete. Siempre las mismas. Cada maldita vez.
—William Mendoza —llama la enfermera, con una voz tan plana que parece un diagnóstico de muerte.
Me levanto, dejo el catálogo en la silla. Nadie lo tocará. Nadie se atreve a tocar lo que es mío, aunque sea una mentira. Camino al consultorio del doctor Rojas, un cuartito blanco, asfixiante, con un diploma que grita Especialista en Reproducción Asistida y una planta de plástico en la esquina que nunca muere porque nunca vivió. Es como yo: fingiendo vida, pero vacío por dentro.
—Siéntate, Will —dice Rojas, sin despegar los ojos de la pantalla. Me llama “Will” desde el primer día, como si fuéramos compinches, como si compartiéramos un secreto que ambos sabemos que apesta a derrota. Me siento, cruzo las piernas, ajusto las mangas de mi camisa, pequeños gestos que me dan control, o al menos la ilusión de tenerlo. Porque aquí no soy el tipo que hace que las mujeres se derritan con una mirada. Aquí soy el paciente, el problema, el cuerpo que falla, que no sirve, que no da lo que debería dar.
—Los resultados del último seminograma no son buenos —dice, al fin mirándome. Sus ojos son cansados, pero no crueles, y eso es peor. La compasión me golpea como un puñetazo en el estómago.
—¿Peores que antes? —pregunto, aunque ya sé la respuesta, la siento como un peso en el pecho.
—Peores. La movilidad es casi nula. La concentración… bueno, Will, tú sabes.
Sí, sé. Sé que mi semen es como mi vida: lleno de ganas, pero sin dirección, sin fuerza, sin nada que valga la pena. Me quedo callado, con las manos apretadas en los muslos, y murmuro, casi como si me diera vergüenza:
—¿Y si dejo de… ya sabes?
—¿De tener relaciones? —Rojas suspira, como si estuviera cansado de mis preguntas, de mi existencia—. Te lo dije antes: el estrés, la ansiedad, el desgaste físico… todo suma. Tu cuerpo está en alerta constante, Will, como si estuviera huyendo de algo.
No estoy huyendo. Estoy buscando. Buscando algo que no sé si existe, algo que me llene este hueco que me quema el pecho. Pero no lo digo. Nunca lo digo.
—Necesitas calma —sigue, con esa voz que pretende ser amable pero me rasga—. Menos estímulos, menos intensidad. No es solo biología. Es psique.
Psique. Qué palabra tan bonita para algo tan sucio, tan roto como mi cabeza, llena de imágenes de cuerpos que toco, de billetes que cuento, de cunas que nunca llenaré.
—¿Y si no puedo calmarme? —pregunto, y mi voz se quiebra, como si fuera un niño pidiéndole a un adulto que le explique por qué el mundo duele tanto.
Rojas me mira, un mirada larga, pesada, que me desnuda más que cualquier mujer en un sofá. Luego cierra la laptop, lento, como si estuviera cerrando mi futuro.
—Entonces —dice—, quizás deberías preguntarte si lo que buscas es un hijo… o una redención.
Me quedo helado, como si me hubiera caído un balde de agua fría en la espalda. Nadie me ha dicho algo así, nadie ha tenido los huevos de meterse tan dentro de mí. Quiero responder, gritar, romper algo, pero no puedo. Solo me levanto, sin despedirme, y salgo del consultorio con las manos en los bolsillos, apretando los billetes que Claudia me dio ayer. Cuarenta dólares. Justo lo que cuesta otra ronda de inyecciones que no sirven para nada.
En la calle, el sol me pega en la cara como si me estuviera castigando. Me detengo frente a una farmacia, y en el escaparate hay un anuncio chillón: ¡Prueba de embarazo en 3 minutos! Me quedo mirándolo, no por curiosidad, sino por envidia, una envidia que me retuerce las entrañas. Una mujer puede saber en tres minutos si lleva vida dentro. Yo, en cambio, llevo meses, años, una vida entera preguntándome si alguna vez podré dar vida, si alguna vez seré más que un cuerpo que se vende por horas.
Saco el celular, abro el chat con Marina. Mis dedos tiemblan mientras escribo: ¿Sigues necesitando ayuda con las cuentas del colegio de Sofía? Lo borro. No puedo. No es justo. Escribo otro: ¿Te parece si paso hoy? Lo envío antes de pensarlo, antes de que el peso de mi propia piel me detenga. Porque no puedo estar solo, no ahora, no con este vacío que me come vivo. Necesito un cuerpo, un roce, algo que me saque de esta cabeza que no para de gritarme que no valgo nada.
Camino hacia el metro, con el sol quemándome la nuca, el catálogo olvidado en la clínica, y pienso que tal vez Rojas tiene razón. Tal vez no quiero un hijo. Tal vez solo quiero que alguien me mire y me diga: “Vales la pena, aunque no puedas darme lo que más deseo”. Pero nadie lo dice, nadie lo hace, así que sigo vendiendo lo único que sé: mi cuerpo, mi atención, mi mentira más bonita, la que me mantiene vivo aunque me esté matando.