Le mendigaba atención, casi sin darme cuenta, como si mis palabras fueran súplicas disfrazadas. Le decía “no me ignores, eso me hace sentir mal”, con la esperanza de que entendiera, de que al menos le importara mi dolor. Pero aun así, lo hacía… me dejaba en silencio, como si mis sentimientos no valieran nada. No sé ni cómo describir lo que sentía: era una mezcla amarga de tristeza, enojo y frustración, pero con ese miedo constante de que si hablaba o reclamaba por su actitud, él se alejaría. Y entonces, cuando descubrí sus mentiras, pensé que por fin podría poner límites, que podría enfrentar la verdad… pero no. Logró voltearlo todo y hacerme sentir culpable por haberme enterado, como si yo fuera la que estaba equivocada. Terminé pidiéndole perdón, no porque creyera que tenía razón, sino porque no quería perderlo. Me aferré a él incluso sabiendo que me hacía daño, aceptando las migajas que me daba, como si fueran suficiente para justificar quedarme, aunque cada día me costara un poco más de mí misma.
Editado: 14.08.2025