Las Noches Oscuras de Ana

Un día como cualquier otro

El sonido del reloj despertador invadía el ambiente. La mañana era fría y brumosa. Los primeros rayos de sol apenas se filtraban a través de las cortinas de flores desgastadas por el tiempo.

Miguel se encontraba tumbado en su cama, mirando fijamente el techo. A través de la ventana, podía oír el sonido distante de los pájaros y el suave crujir de las hojas que caían de los árboles. Con un suspiro profundo, Miguel se levantó de la cama, apagó el despertador y se vistió con su uniforme escolar desgastado. Observó su reflejo en el espejo del baño mientras se lavaba la cara, pero evitaba mirarse directamente a los ojos. Suspiró una vez más antes de salir y bajar las escaleras. En la cocina, su madre estaba ocupada preparando el desayuno, ajena a la tormenta que Miguel llevaba por dentro.

Miguel se sentó a la mesa de la cocina mientras su madre, con un delantal a rayas, colocaba una taza de café humeante frente a él y servía un plato de galletas. El silencio colmó el espacio entre ellos, y Miguel, tras remover su café y sin mirar a su madre, finalmente habló en voz baja.

—¿Mamá? —comenzó, titubeando un poco— ¿alguna vez te has sentido... como si no importaras?

Su madre dejó la jarra de leche que sostenía y lo miró con preocupación.

—¿A qué te refieres, Miguel?

Él se mordió el labio antes de responder.

—Es solo que, últimamente, en la escuela y en todas partes, me siento como si nadie me notara. Como si fuera invisible.

Su madre, con una expresión de empatía en su rostro, se sentó frente a él.

—Miguel, cariño, a veces, todos pasamos por momentos difíciles. Tal vez deberías intentar hablar con tus amigos o un profesor de confianza. Seguro te ayudarán a sentirte mejor.

Esas palabras eran bien intencionadas, pero no lo consolaron.

—Sí, mamá, hablaré con mis amigos. Gracias. —respondió dando un suspiro. La comida sabía insípida, como si no pudiera saborear nada en absoluto.

Miguel sabía que tenía que ir a la escuela, aunque su corazón no estaba en ello. Cargó su mochila y se despidió de su madre, quien le dio una bolsa de papel que guardaba un sandwich de jamón con lechuga y jitomate para que lo comiera durante el receso, luego le dio un beso en la mejilla y le deseó un buen día. Había empezado un nuevo día, igual que cualquier otro.

Mientras caminaba hacia la escuela, observaba a la gente que pasaba a su alrededor, cada uno inmerso en su propia vida, sin notar su presencia. Cada paso que daba parecía ser automático, como si estuviera siguiendo un guión preestablecido.

Miguel siguió su camino, perdido en sus pensamientos. En un punto, observó a lo lejos a una anciana que luchaba por cargar unas bolsas de supermercado en la banqueta. Algo dentro de él lo hizo detenerse y acercarse.

Con timidez, Miguel se ofreció a ayudar a la anciana a llevar sus bolsas. La mujer lo miró con sorpresa y agradecimiento, aceptando su ayuda de inmediato. Juntos caminaron unos metros, Miguel intentando sostener las bolsas con fuerza, aunque parecían más pesadas de lo que esperaba. En el proceso, una de las bolsas se deslizó de su agarre y se desparramaron frutas, verduras y productos enlatados por la vereda.

—Oh, señora, lo siento, déjeme recogerlo.

Miguel sintió el rubor en sus mejillas mientras se apresuraba a recoger lo que se había derramado. Sus manos se movían rápido, pero eran algo torpes e hicieron que algunas de las cosas que había levantado se volvieran a caer. La anciana le sonrió, agradecida, pero no pudo evitar soltar un suspiro.

—Gracias, joven, pero deja que yo lo haga —comentó la anciana con una sonrisa amable mientras ella misma se agachaba para agarrar las cosas.

—Lo... lo lamento —Miguel asintió, sintiéndose aún más incómodo.

Había querido ayudar, pero en su intento por hacerlo, solo había empeorado la situación. Finalmente, la anciana logró recoger todas sus compras y le agradeció nuevamente a Miguel antes de seguir su camino. Miguel también continuó su camino hacia la escuela, con un nudo en la garganta y una sensación de fracaso que lo acompañaba. Había intentado hacer una diferencia, pero solo se había sentido más torpe e invisible que nunca.

Siguió caminando y se encontró con alguien inesperado. A unos metros de él estaban Carlos y su pandilla.

—Carajo —dijo Miguel en voz baja al verlos.

Como ellos estaban a una cuadra de distancia, decidió girar a la derecha por un cruce para evitarlos. Siguió caminando y le dio toda la vuelta a la manzana, pero la suerte no estaría de su lado aquel día. Caminó y chocó con alguien en una esquina, Miguel no lo reconoció al inicio, pero cuando el joven lo empujó contra uno de sus amigos supo que Carlos había logrado dar con él. Uno de los amigos de Carlos sí lo había visto antes de escabullirse y el grupo de jóvenes había caminado para toparse con Miguel en la siguiente cuadra.

—Buenos días, campeón —dijo Carlos mientras le tapaba el paso a Miguel y con una sonrisa en el rostro—. Sabes, a mis amigos y a mí nos apetece un trago, ¿no quisieras invitarnos?

—Déjame en paz, Carlos —contestó con voz enojada.

—Ok ok, tranquilo.

Carlos se quitó del camino para dejar pasar a Miguel, pero no dio ni dos pasos antes de que sujetara el asa de la mochila y tirara con fuerza hacia atrás. Uno de los tirantes se rasgó y Miguel cayó de espaldas al piso. A eso le siguieron las risas de los amigos de Carlos.

Uno de ellos le arrebató la mochila. Miguel se giró para tratar de agarrarla, pero Carlos lo sometió con fuerza. Los amigos de Carlos vaciaron todo el contenido de la mochila sobre la banqueta y terminaron por romper el tirante rasgado. Las libretas y los libros de Miguel se desparramaron por todas partes, la bolsa de papel cayó y uno de los chicos la pisó con el zapato. De la mochila cayeron un par de monedas y un billete de baja nominación que agarraron rápidamente.




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