Las patas de la araña (completo)

3

Tito dice que tiene hambre, y tiene sed, o solo lo piensa. El comisario que esta frente a él carga un gesto de fastidio en el rostro, sabe que mientras el detenido se comporte como una criatura será difícil hacerle memorizar lo que necesita que salga de sus labios, la historia que debe repetir de memoria frente a uno o dos testigos, antes de que el teléfono en la comisaria vuelva a sonar y le pregunten si ya tiene resuelto el caso. El comisario mira su reloj, debe darse prisa, la señorita Lorena viaja por una ruta negra saliendo del pueblo, estará llegando a un hospital de Buenos Aires en algunas horas, ya de madrugada. Es el tiempo que le queda para ordenar este asunto y preparar a Tito para lo que le tiene que hacer. El comisario mira hacia la ventana, no ve más que un cielo ennegrecido, piensa un momento, tiene una idea, eso que ha estado dando vueltas en su cabeza. Intenta convencerse a sí mismo, quisiera saber si en verdad tendrá el valor de hacer eso que piensa.

El oficial ahora está detrás de la puerta, pretende descifrar que son esos ruidos que escucha contra el piso, imagina que Tito estará intentando zafarse de las esposas moviendo el cuerpo, arrastrando la silla. Mejor lo hubiera dejado atado a una de las patas del escritorio, piensa el oficial cuando apoya la mano en el picaporte de la puerta, que abre y vuelve a cerrar después de entrar a esa habitación. Tito está ahí, como lo dejó, sentado un poco torcido a causa de las esposas que lo obligan a tomar esa postura para que no le duela tanto la espalda. El oficial se lo queda viendo, por algunos segundos, le da un poco de lástima, hasta que las palabras del comisario le vuelven a la cabeza.

-Tráete al pibe ese, al tonto. Es el único que nos puede servir

 

El teléfono suena, esta vez en el despacho del comisario. La campanilla ronca y parece hacer vibrar el tubo apoyado sobre el aparato, y mientras el comisario no atienda pensará que el llamado proviene de la casa de la madre de la señorita Lorena. Esa mujer ancha, de brazos gruesos y modales de hombre, tiene por costumbre desconfiar de todo el mundo, y el oficio de ser prestamista de dinero; es decir que su negocio es ese, el comisario lo sabe y lo permite, y por debajo de la mesa cobra por hacerse el distraído. Los clientes de la madre de la señorita Lorena recurren a ella en momentos de zozobra, intuyendo a veces de ante mano que no podrán fácilmente devolver lo que se llevan, asumiendo de mala gana incluso sus pésimas consecuencias; no es el interés propiamente dicho, exagerado varias veces, es cierto, lo que esta mujer exige por el dinero prestado, sino los favores a realizar con los que se comprometen los deudores a cambio de ese dinero que ya no logran devolver. Es eso mismo lo que hace que la madre de la señorita Lorena tenga cierto poder entre la gente del pueblo, aunque no sean muchos y se conozcan todos, y goce de algunas buenas y de muchas malas influencias, y muy por el contrario de lo que ella está convencida, por consecuencia, tenga más enemigos de los que sospecha, disfrazados entre las filas donde ella le parece gozar de tantos amigos. Habría varias puntas para investigar, si la cosa no tuviera que resolverse a las apuradas, piensa el comisario, como si las mordeduras en el rostro de la señorita Lorena fuese un ovillo de lana a desenredar, porque así lo ha leído en una novela policial que le prestaron para que matara las noches de guardia en la comisaria; ya no recuerda el nombre de ese libro, justamente porque fue la única novela que ha leído en toda su vida, y por ende no siente necesario recordar el título de esa novela, sólo le basta con pensarlo así, ese libro que leí una vez, para saber que está pensando en ese libro; y tampoco recuerda, por supuesto que no, el nombre del autor, pero sí a esa señora mayor que usaba unos lentes hechos de pasta que después de mirarlo a la cara y de quedarse unos segundo en silencio, algo triste o desorientada, esa señora, le había ofrecido prestarle hasta su regreso aquel libro que había viajado hasta el pueblo en esa biblioteca ambulante, montada en un micro escolar que solía pasar cada tres o cuatro meses para instalarse durante unos días frente a la plaza; en ese mismo micro viajaban también esas dos personas, ancianas ya, un hombre y esa mujer, el comisario siempre tuvo facilidad para recordar ciertos detalles visuales, por ejemplo la escarapela prendida en su blusa, el día que la mujer se acercó a la comisaria para iniciarlo en la lectura, o las moscas de esa tarde que parecían encaprichadas en querer molestarla, o las manos blancas, surcadas por sus venitas azules, que temblaban levemente; con esas manos blancas y temblorosas la señora le tendía aquella novela policial, y en ese momento el comisario le dio bronca reconocer que tal vez aquella mujer sentía algo de lástima por ese hombre de uniforme, con algo de aborigen en la mirada, de hombre de otros tiempos, viendo al colonizador pisar la orilla con su ofrenda en la mano tras descender de su navío, que tomaba el libro como si no fuese un libro, sino un objeto extraño, peligroso quizás, en el que no sabría que hallar en su interior.

 

Cuando el oficial lo libera de las esposas, lo primero que hace Tito es pasarse los dedos por la nuca; lleva el pelo casi rapado, de vez en cuando alguien le afeita la cabeza para que no se llene de piojos. Las únicas manos que se han posado sobre su cuerpo han sido para golpearlo, y con este gesto de llevarse la mano a la cabeza le parece que así debe sentirse una caricia, y sin saberlo adopta una expresión de vago placer, como los perros cuando se rascan la barriga. El oficial se sienta en su silla, frente a Tito, a esperar nuevas órdenes del comisario, y se lo queda viendo detrás de su escritorio; le mira la camisa sucia y desabrochada, nota que los pantalones le quedan demasiado grande. No está seguro de lo que está por hacer, un poco porque acaba de sentarse y no tiene ganas de volver a moverse, pero por las dudas se incorpora y rodea el escritorio, luego se agacha junto a los pies de Tito que lo mira con desconfianza, y le separa las piernas. Tito se resiste, se pone rígido, y el oficial levanta la cabeza y le dice que se quede quieto, y comienza a quitarle los cordones de las zapatillas.




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