Las patas de la araña (completo)

5

El comisario se inclina sobre Tito y le retira las esposas que lo sujetaban al respaldo de la silla. Ahora Tito se incorpora con algo de dificultad, después de haber estado tanto tiempo así, encorvado, y siente que además de las muñecas le duele también un poco la espalda. Pero no se queja, desde que lo han traído a esta comisaria no ha dicho nada que pudiera ser tomado como una queja, no sabría cómo hacerlo tampoco, no ha tenido nunca a nadie que escuche lo que tuviera para decir. Y sin embargo ahora parecen querer escucharlo, el comisario pretende que memorice unas palabras, y se las repite lentamente. Pero Tito dice otra cosa, unas palabras distintas de las que el comisario ha dicho;  la carne de perro se pone verde cuando se pudre, se lo han dicho en la carnicería donde vive, porque ya no vive en las escaleras del hospital, sino  en un sótano, bajo la carnicería en la calle Peña, y aclara el nombre de la calle varias veces, como si en el pueblo existiera otra carnicería. Entonces, en el mismo tono que antes, y con el mismo tartamudeo, Tito repite que sabe que a la señorita Lorena la mordieron con saña. El comisario levanta la mano, con un gesto acostumbrado le da una bofetada para hacerlo callar. Tito recibe el golpe, y no se queja. Le duele, pero no dice nada. Ya lo han golpeado antes, sabe que es la forma en la que se explican las cosas, así con las manos porque  sino él no entiende.

-Con saña, repite en voz baja.

Tito no comprende que significa esta última palabra, le llama la atención, la confunde con sarna, me parece. Al decirla le recuerda los perros vagabundos y enfermos que merodean la carnicería, esperando que le tiren algo para comer. El comisario acaba de entrar a su despacho, ha cerrado la puerta con la violencia necesaria para hacerle saber a Tito de su enojo, y no le sirve de nada porque Tito no entiende por qué lo han traído hasta aquí. Entonces el comisario se sienta en su silla, detrás del escritorio, está un poco arrepentido de haberle pegado un cachetazo, la silla en la que se sienta cruje un poco al recibir el peso de su cuerpo. Insiste con preguntarle acerca del crimen que se acaba de cometer, pero no le pregunta en realidad.

-Decí que fuiste vos, hijo de una gran puta.

El comisario habla sin alzar la voz, con los labios apretados, cuanta más dura es la amenaza menos se altera, ya le ha dado resultado esto de poner palabras en la boca del acusado, ya ha tenido que interrogar y hacer confesar a esos vagos de siempre que aparecen por el pueblo y se meten en alguna casa a ver que pueden sacar. El comisario está por decir algo más, pero se detiene, sabe muy bien que el oficial está escuchándolo, lo tiene a sus espaldas a menos de tres metros de distancia, sentado en su escritorio sin hacer nada, y aunque el oficial desvíe la mirada y se haga el distraído lo está juzgando, como hace siempre que lo ve actuar, cuando ejerce como un hombre su autoridad de policía, el oficial se queda en silencio y agacha la cabeza como un chico, como un estúpido en realidad, es un blandito, sino fuese por él le tomarían la comisaría y lo empalarían con el mástil de la bandera del patio.

Tito parece comprender porque está aquí, y ahora es como si oyera aquella noticia por primera vez, esa cosa horrible que le hicieron a la señorita Lorena, y de repente la cara se le deforma, y se queda así, unos segundos, quieto, como si fuese todavía una criatura, hasta que se pone a llorar. Da patadas contra el piso, y quiere arrancarse los botones de la camisa en un ataque de nervios, y al cabo de unos segundos olvida por qué lloraba, y vuelve a mirar al comisario como si nada sucediera, lo mira como si pudiera retroceder en el tiempo, hasta aquellas palabras del comisario que le preguntaban qué sabía acerca de mordidas en el rostro de la señorita Lorena. Tito se recompone, no del todo, abandona el llanto y el ataque de nervios, es otra persona de repente, y se dispone a confesar.

Si, dice.

Como si alcanzara con eso. Y asiente con la cabeza.

El comisario le mira la boca que ha quedado entreabierta, los labios finos, la lengua rosada, ancha, los dientes torcidos, por donde van a salir esas palabras que tanto necesita. Sus manos se alzan en el aire, las manos del comisario, que estira los dedos como si se preparara para trabajar sobre una máquina de escribir invisible.

Fui yo, señor comisario, agrega Tito contento porque el comisario le presta atención y no le pega. La mató Tito, señor Comisario. Y sonríe. Yo la maté.

Y después se señala a sí mismo con el dedo, para subrayar lo que acaba de decir, mira también al oficial pero el oficial prefiere mirar para otro lado, y el índice le apunta el centro de un pecho flaco y huesudo detrás de la camisa sucia y rota. El comisario cierra el puño, le da un golpe suave a la mesa, lleno de bronca; se ha dejado llevar por el impulso de obtener una confesión que sabe que no sirve, al menos no le sirve así, con un Tito que pueda mañana desdecirse, amparado en su discapacidad de la que todos en el pueblo están al tanto. Necesita algo más, eso que complemente la confesión que ya tiene, lo que en su jerga llaman el móvil, eso que justifique las siete mordeduras en el rostro de la señorita Lorena. Y que Tito eternamente ya no pueda hablar más. El comisario sabe que no le queda mucho tiempo, la noticia habrá llegado ya a la jefatura en Buenos Aires, tener al responsable dejaría tranquilo a esa persona a la que minutos atrás intentaba llamar por teléfono. Ahora se alegra de no haber podido comunicarse, hasta ahora no tiene nada resuelto. Necesita escribir la confesión del autor del crimen, que el oficial traiga la Remintong y una hoja en blanco, en la parte inferior un garabato del acusado. Más tarde verá qué hacen con Tito.




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