Las patas de la araña (completo)

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Dejate de hacer eso, lo reta el comisario cuando lo ve chuparse el cuello estirado de su remera. Como si Tito fuese un niño al que todavía se lo pudiera educar, y Tito baja las manos de inmediato sus manos y las apoya sobre las piernas. Sonríe, casi falsamente, como pidiendo perdón, no sabe cuán enojado está el comisario, teme que lo vaya a golpear. Tito casi nunca comprende por qué lo golpean, a veces sale de la carnicería y vagabundea por la calle, levanta la cabeza y atrapa con la nariz los olores que flotan en el aire, si tiene calor busca el fresco en el zaguán de alguna casa o acerca la boca al pico de una canilla mal cerrada, y de inmediato un escobazo en el lomo hace que salga corriendo. El comisario piensa, aunque le cuesta trabajo hacerlo en estas condiciones tan apremiantes, con esa vos que todavía le da vueltas en la cabeza, la del llamado de recién, sabe que necesita la confesión lo antes posible, debe hacérsela firmar pronto al acusado, esa la única forma de terminar con este crimen, de parar a los de la departamental de la Provincia, a la prensa de la Capital que en cualquier momento podrían aparecerse con sus cámaras y y sus luces por el pueblo. El comisario piensa, se convence a sí mismo ahora que en su mente se van dibujando unas palabras escritas a máquina sobre un pedazo de papel en blanco, el acusado bien podría haber subido en medio de la noche desde el sótano donde mora hasta el negocio donde funciona la carnicería, y desde ahí salir a la calle, munido tal vez con un arma blanca que no necesitó usar ya que usó la boca, sus dientes; habrá caminado por las veredas camuflado entre los árboles, se habrá metido por la ventana mal cerrada de la habitación que da a la calle; y ahí nomás se le habrá tirado encima, mientras la señorita Lorena dormía, le habrá trabado los brazos con sus piernas para inmovilizarla, su madre dijo que escuchó los gritos desesperados de su hija, y cuando entró a la habitación encontró el colchón empapado en sangre y alguien saltando como lo haría un animal salvaje por la ventana.

 

El oficial ha salido del cuarto, sin que el comisario inmerso en sus pensamientos se diera cuenta, y cuando regresa algunos minutos después trae en la mano un vaso gastado de plástico color naranja lleno de café y algo de azúcar, que apoya sobre el escritorio frente a Tito. El comisario lo observa mirar el vaso, Tito no se atreve a tomarlo, no está seguro de que sea para él, pero el comisario le dice que beba, y Tito alza la tasa y acerca el líquido caliente a los labios; el oficial teme que se le vuelque y que se queme las manos, está tentado de decirle que sostenga bien el vaso, pero no quiere involucrarse más de la cuenta, será más difícil sino llevarlo más tarde hasta la oscuridad del cuarto que usan de calabozo.

Son más de las doce de la noche ya, y el comisario observa esta oscura gota de café deslizarse por la curvatura suave del hueso que forma la barbilla de Tito, que todavía sostiene la tasa en la mano porque no sabe bien qué hacer con ella, si dejarla en el piso, como hace con todo lo que le dan de comer antes de bajarlo al sótano en la carnicería, o apoyarla otra vez junto los papeles desordenados que hay en el escritorio; es una pequeña gota que se le ha escapado de su boca la que ahora rueda por el rostro, como si fuese un pequeño insecto que caminara desde la comisura de los labios hacia el filo del mentón, haciéndose cada vez más pequeña a medida que se enreda y se disuelve entre esos adolescentes pelitos rubios; y al cabo de un instante, la gota de café, o lo que queda ya de ella, se detiene, y se acumula en sí misma, se infla de nuevo, ya en la punta baja del mentón, donde no tiene más cómo sujetarse, y se estira, afinándose, hasta que cae sobre el pecho, dejando una aureola varias veces su tamaño mientras es absorbida casi de inmediato por la tela. Ahora el comisario mira la pequeña mancha ovoide que comienza a formarse, y sin lograr comprender del todo por qué, esto le hace pensar en una herida de bala, y así aparece en su mente la imagen borrosa de un cuerpo menudo abatido a tiros. Al mismo tiempo, Tito mira con sorpresa al comisario, lo mira como si lo viese por primera vez, con unos ojos grandes y un poco infantiles, como si en realidad tuviera el poder, aunque tal vez lo tenga, de ver a través de ese hombre de casi cincuenta años que está sentado frente suyo, y sin embargo no puede darse del todo cuenta lo que aquel hombre representa en el pueblo; de algún modo escapa a su razón, algo enciende el pánico con las que se alimentan ciertas premoniciones, es ese aire filoso, puntiagudo, que flota entre los dos: Tito logra ver ese cuerpo que ha imaginado el comisario, lo ve en los ojos del que tiene enfrente, hecho un ovillo y tirado en el suelo, rematado a tiros: es ese gesto leve que hace el comisario frunciendo apenas la boca, y un poco también la nariz, lo que lo delata, como si eso que estuviera pensando le diera en el fondo mucho asco. Tito siente que está en peligro, aunque no entienda bien qué es lo que sucede, qué tiene que ver él con las mordeduras en el rostro de la señorita Lorena.




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