Las patas de la araña (completo)

11

Casi una hora más tarde, cuando ya son casi la una y media de la madrugada, el oficial pulsa la última tecla y los chasquidos que se han estado oyendo feroces en toda la comisaria se callan de repente, dejando entre el comisario y el oficial un avieso silencio. Se miran otra vez, por algunos largos segundos; el comisario nota que detrás de los ojos del oficial crece algo que no le gusta, una irreverencia, el principio de un desacato; aunque le cueste admitirlo esta expresión en el rostro del oficial le genera cierto temor, esto no ha sucedido antes que el oficial lo mire así y se quede viéndolo; tendría que meterle un cachetazo por irrespetuoso, piensa el comisario. Esta vez desvía la mirada hacia la máquina de escribir, ahí está la confesión de Tito, podría decirse que caliente todavía, plasmada en letras de tinta negra sobre una hoja color marfil. El teléfono suena, en el otro despacho, el del oficial, el sonido estridente de la campana los despierta como de un mal sueño, y logra cortar esos hilos invisibles que se habían tendido atándolos a los dos. Tal vez el teléfono ha estado sonando todo este tiempo y recién ahora lo escuchan. El oficial aprovecha para levantarse y salir, siente que necesita respirar un aire distinto del que respira el comisario, le duele cada una de las palabras que le acaba de dictar, donde Tito responde las preguntas sin haber abierto nunca la boca. El comisario mira la silla vacía frente a él, no ve a Tito porque el muchacho se ha quedado dormido y antes de que se cayera el oficial lo ha recostado en el suelo; Tito se ha puesto de costado, mientras ellos dos allá arriba redactaban la confesión que lo inculpaba, con las manos entre las rodillas y la cabeza sobre el piso duro, la oreja derecha aplastada contra las baldosas, acostumbrado a dormir así; y su expresión mientras duerme, o sueña a lo mejor, es blanda, no diría que alegre, ajena, a lo sumo, a todo esto que sucede.

-Alguna novedad que trasmitir, pregunta el comisario, cuando ve que el oficial está de vuelta en su despacho.

El oficial se queda callado, como si pensara en cómo decir lo que acaba de escuchar al teléfono. Mira a Tito, en el suelo. Viéndolo a él es que dice.

-Quieren que lo hagamos ya mismo.

El comisario inhala y exhala por la boca abierta, como si le faltara el aire. Es el calor, se dice, la humedad que hace. Pero no es eso. Apoya las manos sobre la base del escritorio. y al cabo de un momento, el oficial agrega.

-A primera hora de mañana llegan de fiscalía a tomarle declaración al detenido.

-Así que tiene que ser ahora, en un rato nomás.

El comisario cierra el cajón que ha quedado abierto, no va a necesitar de su arma. En cambio, piensa en una tira de sábana que soporte el peso.

-Despertalo de una vez, y metelo adentro, dice el comisario refiriéndose al cuarto que da al pasillo.

Lo dice con algo de reserva, teme que el oficial se niegue a obedecer sus órdenes. Pero el oficial se inclina sobre Tito, lo sacude un poco para despertarlo, aunque Tito siga dormido.

-¿Tenemos algo para darle? pregunta el comisario. ¿Alguna pastilla que lo adormezca por si se pone a patalear?

-Primero que firme esto, ¿no?, contesta molesto el oficial.

El comisario se estira sobre el escritorio y toma la hoja de la máquina de escribir.

-Sí, sí. Que firme como pueda y lo llevamos al cuarto.

 

Tito se despierta, se sienta en la silla con ayuda del oficial que lo toma de la ropa para acomodarlo. Le pone la lapicera en la mano, y el comisario nota que Tito no sabe cómo tomar la lapicera; quiere ayudarlo, pero mejor no, debe ser una firma a mano limpia, no importa como salga, estampada en la hoja. Tito hace un garabato debajo de la confesión que tiene enfrente, es un círculo y una línea en diagonal que no dice nada, y luego con voz dormida pregunta qué dice el papel, pregunta si ya puede irse a su casa y al terminar de dibujar el garabato dice.

-Yo me sepo de memoria los carteles de la carnicería.

-Cállate, no hables más, dice el oficial por lo bajo.

No soporta escucharlo, cada cosa que dice es la incoherencia propia de un niño pequeño. ¿Para esto me hice hombre? se pregunta el oficial en silencio. Se lo pregunta a ese niño flaco que se quedaba dormido en la orilla del arroyo, con las piernas sucia de barro, evitando regresar a su casa y encontrarse con ese hombre que venía en esa camioneta prestada y se metía en la cama de su mamá. Cuando despertaba, un poco por los bichos que le zumbaban cerca de la oreja y la luz del alba que ya clareaba en el cielo, se mojaba la cara y se lavaba el cuerpo en el agua fresca del arroyo, y después buscaba el sendero hacia su casa, con la sensación de no sólo haber atravesado la noche a la intemperie, sino, además, con un sentimiento de venganza hacia su madre, que no llegaba del todo a comprender pero que en cierto modo lo enorgullecía.

-¿No es cierto que fuiste vos? dice el comisario como si fuese necesario hacerlo hablar. Mirá como le dejaste la cara a la piba esa… Te le metiste a la casa de envidioso, nomás, porque nunca tuviste nada vos.  

Y Tito lo mira y dice que Sí, sin saber a lo que responde, y se sonríe por los nervios, el miedo hace que Tito se ría ya que no comprende el juego del comisario, porque suele suceder que cada vez que contesta algo que le preguntan alguien lo termina golpeando. Así que Tito se ríe más fuerte, el ruido de esa risa lastima al oficial, hasta que el comisario se levanta de la silla, se acerca a Tito, se para a su lado y alza la mano que dibuja velozmente una curva en el aire, y termina contra la cara de Tito con un estruendo sordo, como el de la carne cruda cuando se cae al suelo desde los mostradores de la carnicería. Tito grita a causa del golpe. Es un grito corto, de miedo.




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