Las patas de la araña (completo)

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A través de la ventana en aquel despacho, una última luz de ocaso entra débil e insegura, y muy de vez en cuando se escucha el vago rumor de algún automóvil que se abre paso por el aire caliente que llega desde la calle. El oficial vuele a sentarse donde estaba, Tito se mira las zapatillas, sacude los pies para quedarse descalzo. Unos pasos se oyen del otro lado de la puerta, Tito no les presta atención, el oficial sabe que es el comisario, lo escucha ir y venir por los pasillos; por el modo de caminar entiende que ese hombre está nervioso, hace rato que intenta hablar por teléfono con alguien de mayor jerarquía en la Capital, y no lo atiende. Es una voz ajada y oscura la del comisario, que parece venir como desde el interior de una cueva, pero es el eco que se produce cuando habla desde aquel largo pasillo, el que conduce a las dos habitaciones que utilizan como despachos. Al final de aquel pasillo hay una puerta de hierro, con una abertura pequeña a la altura de los ojos, protegida por una hilera de cuatro barrotes, que si se abre permite pasar un plato de comida y poder echar un vistazo hacia el interior de aquel calabozo, que no más que otra habitación igual a los dos otros despachos, pero sin nada adentro, ni siquiera un catre o alguna silla, y gracias a que le han tapiado las ventanas, permanece todo el tiempo completamente a oscuras.

Desde que lo trajeron y lo dejaron sentado allí, Tito tiene la sensación de haber estado en muchos despachos diferentes, aunque en ese rancho que usan de comisaria sólo haya dos, el despacho del oficial y el despacho del comisario, además de una pequeña recepción con un mostrador de madera que nadie atiende. Ambos despachos se parecen, suficiente para que Tito se confunda, tienen esa misma pintura gris descascarada en las paredes y las mismas ventanas protegidas por unas rejas blancas sin ornamentos de ninguna clase. A través de esas ventanas, la luz solar amenaza con desaparecer, una esfera roja muy lejos en el cielo se disuelve en lo que será la noche, aunque todavía deje ver ese jardincito azulado de pastos secos del frente, donde unas enredaderas se abrazan al tronco del álamo que, con su fronda y por las tardes, le da sombra a la casa. Entonces Tito mira al oficial y el oficial desvía la mirada. Nunca nada malo le sucede a Tito con la luz de día, es lo que piensa cuando comienza a preocuparse. Hasta las ocho la carnecería suele estar abierta, la gente entra y sale del negocio, él merodea de un lado y del otro del mostrador y Pancho lo deja que vaya y que venga, porque todos en el pueblo ya lo conocen y si molesta no le dan importancia. Pero está cayendo la noche ahora, y si no duerme en el sótano donde duerme siempre dónde va a dormir. Y con quién. Esa araña gigante que lo visita en la oscuridad del sueño, y lo despierta, ¿vendrá también hasta acá? Se abre la puerta del despacho, es el comisario que entra, el oficial se acomoda en la silla.

 

-¿Vos sabés lo que hiciste? le pregunta. La voz gruesa, pausada, como sucia, se disemina pesadamente también sobre el oficial, aplastándolos a los dos. Sin mirarlo, el oficial intuye con preocupación que el comisario quiera enredar a Tito en el asunto de la señorita Lorena. Ahora los tres se quedan en silencio, hasta que Tito pretende decir algo, tartamudea un poco al hablar, no porque tenga miedo de la presencia del comisario y su pregunta, sino por la meningitis contagiada cuando era un niño y vivía huérfano en la calle. A causa de las convulsiones, alguien lo había levantado una mañana de la plaza, lo había cargado en la caja de su camioneta, pero quien lo llevó hasta el hospital se fue antes de que pudieran hacerle una pregunta; en la guardia lo metieron bajo la ducha para bañarlo, y lo dejaron internado. A los pocos días, lo pasaron a una gran sala compartida con una docena de otros niños enfermos, donde los quejidos y las toses y los llantos se confundían en ese aire espeso que flotaba por sobre las camas, formando, todos ellos, un solo rumor, amargo y lastimoso, de a ratos insoportable. Lo único apacible era eso que se veía a través de las ventanas rectangulares de aquella sala de hospital, un campo plano y vacío que los rodeaba, en esos tiempos no se había inundado aún las inmediaciones al caserío de Colonia Vela, y también ese camino recto y sin gracia que nacía en algún punto impreciso del paisaje, comunicado con la ruta principal, y que, según decían, muchísimos kilómetros después, alcanzaba hasta Buenos Aires. Ahí estuvo internado Tito, en ese hospital de un pueblo que no llevaba nombre porque no aparecía en los mapas, durante unos largos meses que se hicieron año y medio, sin que nadie se enterase de veras quién era en realidad ese niño, y que durante aquel tiempo había pasado de tener diez a años a tener once. Pero más allá de eso, Tito comía todos los días, tenía una cama donde dormir, si llovía no se mojaba, y en algún lugar de su memoria aquellos momentos despiertan todavía una sensación de lejana felicidad. Hasta que los médicos concluyeron que ya no había mucho más que hacer con ese virus que le había tomado parte del cerebro, y sin tener que dar explicaciones a nadie que de seguro hubiera insistido para que hicieran algo más, decidieron que esa cama que ocupaba podía ser útil recibiendo a otro paciente. Como no tenía lugar a donde ir, lo habían vestido con las ropas que le habían conseguido, y lo habían dejado en la puerta del hospital para que buscara el modo de regresar a su vida en la plaza. Esa misma noche Tito durmió sin quejas en las escaleras del hospital, entre algunos cartones y un colchón viejo que los de mantenimiento le había acercado; no quería alejarse de aquel lugar, de algún modo sentía que sólo lo habían cambiado de piso, del segundo a la planta baja, y ahí supo permanecer durante meses, en esos tres escalones de mármol donde se había asentado. Las mismas enfermeras que le habían tomado cierto cariño, cada tanto le acercaban algunas sobras para comer y le tomaban la fiebre. Hasta que una mañana de diciembre sólo encontraron sus cartones y las mantas en un rincón de la escalera. Tito ya no estaba más allí. El hombre que lo había recogido de la plaza cuando convulsionaba lo había ido a buscar, y tras bajarlo de su camioneta en la puerta de su negocio, le había mostrado unas escaleras que conducían a un sótano.




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